Una discusión de tránsito, insultos, una pelea despareja y un machetazo que le secciona una mano a un hombre.
Un juicio que no sale como la víctima quería y su círculo decide insultar en todos los formatos a jueces, fiscales, defensores e imputados, ante la mirada de un grupo de policías, que toleraron la agresión en plena vía pública.
Ambas secuencias ocurrieron en Trelew pero bien pudieron originarse en cualquier ciudad de Chubut. De hecho, se originan.
Algo sucede y lo percibe tanto cualquier policía y cualquier funcionario judicial y cualquier vecino. Los tribunales de toda la provincia lo presencian en las audiencias de cada día porque es donde desembocan los conflictos.
Y lo que sucede es que hay mucha violencia en el aire. No se trata de simples enojos, de agresiones aisladas, del impulso de un insulto provocador al aire. Se insiste: es violencia, es la reacción muchas veces en cadena de cortar cualquier diferencia por lo sano sin calcular la sanción penal; es la inconsciencia de las consecuencias y de los lamentos cuando ya es demasiado tarde; es la liviandad desatada y la descarga sin final.
Paradójicamente, tampoco se trata –o no solamente- de que hoy por hoy “a nadie le importa nada”. Lo peligroso es que los episodios de violencia sí “importan” a sus protagonistas pero solamente con el hecho consumado. Pero se ve en la calle como cualquier chispa o rispidez momentánea termina mal y cada vez peor.
Ni siquiera se trata de impunidad. Infinidad de estos episodios terminan en la Justicia, que suele no dar abasto para procesar tanto material urbano. Muchos terminan con castigos aunque no se difundan, o con disculpas y reparaciones.
No hay forma de minimizar el impacto de este clima. La cuestión también es explorar dónde concentrar el análisis: si en el origen, si en los efectos, si en el final. Todo huele a un malestar general.
Un grupo de chicos ataca a pedradas los micros de El 22, que decide cortar el recorrido del transporte público. ¿Qué se hace? Sin juzgar la complejidad de cada hogar, la primera pregunta es casi siempre la misma: ¿y esas familias? Pero los análisis sociales ya sobran, igual que los diagnósticos. Esos toscazos son contravenciones menores pero también un síntoma de no tener claro lo que significa la otredad.
El problema no es de un estrato ni de una institución: es una cuestión de comunidad pura, de convivencia que se está quebrando en cada mano levantada. Nadie permite el apuro ajeno, todos creen tener prioridad, la civilidad se disuelve.
Todo empeora cuando Javier Milei, la cabeza presidencial del Estado nacional apela habitualmente a insultos y descalificativos para quienes no piensan como él. Ese ejemplo reproducido en todo el país derrama a la ciudadanía, no quepa duda. Cualquier sociólogo que se precie puede dar cuenta de que el uso del poder se replica en cualquier ámbito, de arriba hacia abajo. No sólo de modo simbólico.
En tanto, hay instalado un escenario callejero inestable donde muestra agotamiento aquello de “mi derecho termina donde empieza el tuyo”. La cuestión trasciende el habitual tópico de la inseguridad, de la agresión real y simbólica que genera un delito penal: se trata una intolerancia con el otro que crece, se contagia.
No hay solución. O al menos no hay una sola. Enredados en nuestros crecientes problemas cotidianos puede que ni cuenta nos demos de esas furias breves que se multiplican. El enojo salpica en el momento menos pensado y las conclusiones pueden ser irreversibles.
Hará falta parar la pelota un instante porque transitar así el camino en sociedad no llevará a nada productivo. Todo exige un cambio de época, o al menos una necesidad de recuperar valores donde si no se tiene la última palabra no es deshonroso ni signo de debilidad.
No hace falta batirse a duelo porque cualquier motivo ni percibir a un desconocido como un agresor.
Pensar antes de actuar y decir. Suena a lugar común, a consejo gastado. Pero hoy por hoy puede ser el inicio de otro perfil de comunidad.
Una discusión de tránsito, insultos, una pelea despareja y un machetazo que le secciona una mano a un hombre.
Un juicio que no sale como la víctima quería y su círculo decide insultar en todos los formatos a jueces, fiscales, defensores e imputados, ante la mirada de un grupo de policías, que toleraron la agresión en plena vía pública.
Ambas secuencias ocurrieron en Trelew pero bien pudieron originarse en cualquier ciudad de Chubut. De hecho, se originan.
Algo sucede y lo percibe tanto cualquier policía y cualquier funcionario judicial y cualquier vecino. Los tribunales de toda la provincia lo presencian en las audiencias de cada día porque es donde desembocan los conflictos.
Y lo que sucede es que hay mucha violencia en el aire. No se trata de simples enojos, de agresiones aisladas, del impulso de un insulto provocador al aire. Se insiste: es violencia, es la reacción muchas veces en cadena de cortar cualquier diferencia por lo sano sin calcular la sanción penal; es la inconsciencia de las consecuencias y de los lamentos cuando ya es demasiado tarde; es la liviandad desatada y la descarga sin final.
Paradójicamente, tampoco se trata –o no solamente- de que hoy por hoy “a nadie le importa nada”. Lo peligroso es que los episodios de violencia sí “importan” a sus protagonistas pero solamente con el hecho consumado. Pero se ve en la calle como cualquier chispa o rispidez momentánea termina mal y cada vez peor.
Ni siquiera se trata de impunidad. Infinidad de estos episodios terminan en la Justicia, que suele no dar abasto para procesar tanto material urbano. Muchos terminan con castigos aunque no se difundan, o con disculpas y reparaciones.
No hay forma de minimizar el impacto de este clima. La cuestión también es explorar dónde concentrar el análisis: si en el origen, si en los efectos, si en el final. Todo huele a un malestar general.
Un grupo de chicos ataca a pedradas los micros de El 22, que decide cortar el recorrido del transporte público. ¿Qué se hace? Sin juzgar la complejidad de cada hogar, la primera pregunta es casi siempre la misma: ¿y esas familias? Pero los análisis sociales ya sobran, igual que los diagnósticos. Esos toscazos son contravenciones menores pero también un síntoma de no tener claro lo que significa la otredad.
El problema no es de un estrato ni de una institución: es una cuestión de comunidad pura, de convivencia que se está quebrando en cada mano levantada. Nadie permite el apuro ajeno, todos creen tener prioridad, la civilidad se disuelve.
Todo empeora cuando Javier Milei, la cabeza presidencial del Estado nacional apela habitualmente a insultos y descalificativos para quienes no piensan como él. Ese ejemplo reproducido en todo el país derrama a la ciudadanía, no quepa duda. Cualquier sociólogo que se precie puede dar cuenta de que el uso del poder se replica en cualquier ámbito, de arriba hacia abajo. No sólo de modo simbólico.
En tanto, hay instalado un escenario callejero inestable donde muestra agotamiento aquello de “mi derecho termina donde empieza el tuyo”. La cuestión trasciende el habitual tópico de la inseguridad, de la agresión real y simbólica que genera un delito penal: se trata una intolerancia con el otro que crece, se contagia.
No hay solución. O al menos no hay una sola. Enredados en nuestros crecientes problemas cotidianos puede que ni cuenta nos demos de esas furias breves que se multiplican. El enojo salpica en el momento menos pensado y las conclusiones pueden ser irreversibles.
Hará falta parar la pelota un instante porque transitar así el camino en sociedad no llevará a nada productivo. Todo exige un cambio de época, o al menos una necesidad de recuperar valores donde si no se tiene la última palabra no es deshonroso ni signo de debilidad.
No hace falta batirse a duelo porque cualquier motivo ni percibir a un desconocido como un agresor.
Pensar antes de actuar y decir. Suena a lugar común, a consejo gastado. Pero hoy por hoy puede ser el inicio de otro perfil de comunidad.