Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
Edición: Marcelo Maidana
Podcast: Paloma Caria
Hija de un profesor de física y matemática y una maestra de piano, nació bajo dos nombres bíblicos: María Salomea y con un apellido dificilísimo de pronunciar: Sklodowska, cuando su Varsovia natal pertenecía al imperio ruso zarista; pero se hizo conocida como Marie Curie; la mujer que cambió el curso de la investigación físicoquímica del siglo XX a través de sus trabajos sobre la radiación.
Debió superar múltiples obstáculos. Sus dificultades económicas, su condición de mujer -en un tiempo que no se les permitía acceder a estudios superiores- y la xenofobia siempre presente no fueron causales para que se amedrentara. Su pasión pudo más y obtuvo una vacante para estudiar física y matemática en la prestigiosa Universidad parisina de La Sorbona. Mientras tanto hacía cualquier labor que cuadrara para mantenerse.
Por supuesto, se licenció en Física con calificaciones sobresalientes y a fines del siglo XIX se entrelazó con el hombre de sus días y sus noches: Pierre Curie con quién tuvo dos hijas. Ya se había afrancesado su nombre por el de Marie y de él tomó su apellido.
Las investigaciones sobre la radiación del uranio del físico Henri Becquerel y el descubrimiento de los rayos X por Wilhelm Röntgen ayudaron a Curie a buscar su doctorado. Pierre estuvo ahí. Con ella. Junto a ella. Fascinado por los avances de la investigación de su mujer. Y anunciaron, en 1898, el descubrimiento de nuevos elementos: el radio y el polonio, ambos más radioactivos que el uranio.
Sin embargo, cuatro años después llegó el reconocimiento. Ya doctora, Marie Curie, junto a Pierre y Becquerel recibieron el Premio Nobel de Física. Sin embargo, nunca fue aceptada ni por la Academia de Ciencias ni en la Universidad de París. ¿Por qué? Simple. Por ser mujer. Sólo como reemplazante de su esposo, cuando éste perdió la vida en un accidente con caballos en 1904. Y en donde ya no hubo pretextos ni reemplazos absurdos.
Luego de la muerte de su marido, decidió continuar con sus investigaciones. Su aspecto tímido y su expresión obstinada no fue óbice para entender que la radioterapia podría ser un tratamiento contra las enfermedades cancerígenas. Gracias a estas investigaciones, Marie Curie ganó su segundo Premio Nobel. Esta vez, en la categoría de Química, en 1911. Al que quisieron mancillar con la historia enhebrada con un amante, menor que ella, hasta que otro fuera de serie como Albert Einsten la bancó a morir.
Curie no solo fue una científica pionera, también tuvo un papel muy importante durante la Primera Guerra Mundial. En aquel periodo bélico, adquirió diversos automóviles y máquinas de rayos X portátiles para crear “ambulancias radiológicas”. Gracias a ello, logró salvar la vida de muchísimos soldados.
Recién ahí se dieron cuenta quién era. Que era. Ahí todos supieron; hasta los que decían no haberse dado cuenta. Fue admitida en la Academia Nacional de Medicina de Francia y obtuvo innumerables reconocimientos por todo el planeta.
Sin embargo, ardió en su propio fuego.
La intensidad de sus radiaciones sobrepasó todo lo esperado. No sólo en el aspecto científico, también en su cuerpo que le pasó factura.
Marie no le dio importancia a una ligera fiebre que finalmente comenzó a molestarla; pero en mayo de 1934, víctima de un ataque de gripe, se vio obligada a guardar cama. Ya no volvió a levantarse. Cuando al fin falló su vigoroso corazón, la ciencia pronunció su fallo: los síntomas anormales, los extraños resultados de los análisis de sangre, que no tenían precedente, acusaban al verdadero asesino: el radio.
Marie Curie falleció el 4 de julio de 1934 y fue enterrada en el cementerio de Sceaux. 61 años después fue sepultada -con honores- en el Panteón de París, junto con los restos de su marido. Un poco tarde. Un poco lento. Para aquella tímida extranjera rubia ceniza que jamás dejó de serlo que con sencillez monástica se consagró en nombre de la ciencia.
Dominada por la pasión, pensó que la única enfermedad era la inacción.
No encendía el calentador para ahorrar carbón, y pasaba horas y horas escribiendo números y ecuaciones sin apenas enterarse de que tenía los dedos entumecidos y que sus hombros temblaban de frío.
Vestida con su vieja bata, donde el polvo y las salpicaduras de los ácidos marcaban claras huellas, suelto al viento el cabello y en medio de vapores que le atormentaban por igual ojos y garganta, trabajó, negándose -una y otra vez- a patentar su descubrimiento porque le pertenecía a la humanidad toda.
Tenemos dos caminos le dijeron una, cien, mil veces. O lo vendemos o lo patentamos. Ni uno ni otro, respondió siempre ella. No es de nadie y es de todos. Igual que ella; aquella vagabunda intrigante polaca que conquistó el mundo aunque éste le diera la espalda. Con fuego en su alma, con vida en sus sueños.
Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
Edición: Marcelo Maidana
Podcast: Paloma Caria
Hija de un profesor de física y matemática y una maestra de piano, nació bajo dos nombres bíblicos: María Salomea y con un apellido dificilísimo de pronunciar: Sklodowska, cuando su Varsovia natal pertenecía al imperio ruso zarista; pero se hizo conocida como Marie Curie; la mujer que cambió el curso de la investigación físicoquímica del siglo XX a través de sus trabajos sobre la radiación.
Debió superar múltiples obstáculos. Sus dificultades económicas, su condición de mujer -en un tiempo que no se les permitía acceder a estudios superiores- y la xenofobia siempre presente no fueron causales para que se amedrentara. Su pasión pudo más y obtuvo una vacante para estudiar física y matemática en la prestigiosa Universidad parisina de La Sorbona. Mientras tanto hacía cualquier labor que cuadrara para mantenerse.
Por supuesto, se licenció en Física con calificaciones sobresalientes y a fines del siglo XIX se entrelazó con el hombre de sus días y sus noches: Pierre Curie con quién tuvo dos hijas. Ya se había afrancesado su nombre por el de Marie y de él tomó su apellido.
Las investigaciones sobre la radiación del uranio del físico Henri Becquerel y el descubrimiento de los rayos X por Wilhelm Röntgen ayudaron a Curie a buscar su doctorado. Pierre estuvo ahí. Con ella. Junto a ella. Fascinado por los avances de la investigación de su mujer. Y anunciaron, en 1898, el descubrimiento de nuevos elementos: el radio y el polonio, ambos más radioactivos que el uranio.
Sin embargo, cuatro años después llegó el reconocimiento. Ya doctora, Marie Curie, junto a Pierre y Becquerel recibieron el Premio Nobel de Física. Sin embargo, nunca fue aceptada ni por la Academia de Ciencias ni en la Universidad de París. ¿Por qué? Simple. Por ser mujer. Sólo como reemplazante de su esposo, cuando éste perdió la vida en un accidente con caballos en 1904. Y en donde ya no hubo pretextos ni reemplazos absurdos.
Luego de la muerte de su marido, decidió continuar con sus investigaciones. Su aspecto tímido y su expresión obstinada no fue óbice para entender que la radioterapia podría ser un tratamiento contra las enfermedades cancerígenas. Gracias a estas investigaciones, Marie Curie ganó su segundo Premio Nobel. Esta vez, en la categoría de Química, en 1911. Al que quisieron mancillar con la historia enhebrada con un amante, menor que ella, hasta que otro fuera de serie como Albert Einsten la bancó a morir.
Curie no solo fue una científica pionera, también tuvo un papel muy importante durante la Primera Guerra Mundial. En aquel periodo bélico, adquirió diversos automóviles y máquinas de rayos X portátiles para crear “ambulancias radiológicas”. Gracias a ello, logró salvar la vida de muchísimos soldados.
Recién ahí se dieron cuenta quién era. Que era. Ahí todos supieron; hasta los que decían no haberse dado cuenta. Fue admitida en la Academia Nacional de Medicina de Francia y obtuvo innumerables reconocimientos por todo el planeta.
Sin embargo, ardió en su propio fuego.
La intensidad de sus radiaciones sobrepasó todo lo esperado. No sólo en el aspecto científico, también en su cuerpo que le pasó factura.
Marie no le dio importancia a una ligera fiebre que finalmente comenzó a molestarla; pero en mayo de 1934, víctima de un ataque de gripe, se vio obligada a guardar cama. Ya no volvió a levantarse. Cuando al fin falló su vigoroso corazón, la ciencia pronunció su fallo: los síntomas anormales, los extraños resultados de los análisis de sangre, que no tenían precedente, acusaban al verdadero asesino: el radio.
Marie Curie falleció el 4 de julio de 1934 y fue enterrada en el cementerio de Sceaux. 61 años después fue sepultada -con honores- en el Panteón de París, junto con los restos de su marido. Un poco tarde. Un poco lento. Para aquella tímida extranjera rubia ceniza que jamás dejó de serlo que con sencillez monástica se consagró en nombre de la ciencia.
Dominada por la pasión, pensó que la única enfermedad era la inacción.
No encendía el calentador para ahorrar carbón, y pasaba horas y horas escribiendo números y ecuaciones sin apenas enterarse de que tenía los dedos entumecidos y que sus hombros temblaban de frío.
Vestida con su vieja bata, donde el polvo y las salpicaduras de los ácidos marcaban claras huellas, suelto al viento el cabello y en medio de vapores que le atormentaban por igual ojos y garganta, trabajó, negándose -una y otra vez- a patentar su descubrimiento porque le pertenecía a la humanidad toda.
Tenemos dos caminos le dijeron una, cien, mil veces. O lo vendemos o lo patentamos. Ni uno ni otro, respondió siempre ella. No es de nadie y es de todos. Igual que ella; aquella vagabunda intrigante polaca que conquistó el mundo aunque éste le diera la espalda. Con fuego en su alma, con vida en sus sueños.