Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
Con la final -repetida- de la temporada 2025 entre J.J. Moreno e Independiente no se cerrará un campeonato; sino que se tendrá que abrir una discusión incómoda, impostergable y profundamente política. El fútbol femenino ya no admite diagnósticos tibios ni discursos bienintencionados que se los lleva el viento. Ya no está para pedir permiso ni para agradecer migajas. Está para exigir lo que le corresponde.
Con un Mundial en Brasil a la vuelta de la esquina, con la región mirando y el futuro golpeando la puerta, llegó la hora de que los clubes dejen de jugar a la distracción y se hagan cargo. El romanticismo ya no alcanza. La voluntad individual ya no alcanza. El sacrificio eterno de las jugadoras ya no alcanza.
El fútbol femenino es una semilla que rompió el cemento. No brotó en un jardín cuidado, brotó en la grieta, a los codazos, empujada por años de desinterés, desdén y desprecio. Creció en potreros prestados, en canchas sin vestuarios, en horarios marginales, entrenando cuando ya no quedaba luz y jugando cuando sobraban excusas. Creció porque no le dejaron otra opción que crecer o morir. Y eligió crecer. Hoy es un árbol joven, torcido por el viento, pero firme. Con raíces tan profundas que ya no hay pala que las saque sin llevarse puesta la tierra entera.
Durante décadas se les dijo que esperen. Que no es el momento. Que no hay presupuesto. Que no hay público. Que no hay nivel. Que no hay nada. Y aun así hubo fútbol. Hubo equipos. Hubo campeonatos. Hubo jugadoras que entrenaron después de trabajar ocho horas, que viajaron de madrugada, que jugaron lesionadas, que pusieron el cuerpo donde no había red. El fútbol femenino no nació de una política deportiva: nació de la desobediencia. De mujeres que decidieron jugar aunque el sistema les dijera que no.
Hoy ese acto de rebeldía ya no puede seguir siendo sostenido solo por el heroísmo. Porque cuando el heroísmo se vuelve norma, el sistema es injusto. El fútbol femenino dejó de ser un susurro tolerado y pasó a ser un grito que incomoda. Incomoda a dirigentes que no quieren gastar, a estructuras que no quieren cambiar, a culturas que todavía creen que el fútbol tiene dueño. Pero ese grito ya se metió en los estadios, en los barrios, en las redes, en la mesa familiar de los domingos. Y no hay botón de mute para eso.
No es una moda. No es una concesión. No es una agenda importada. Es un río que encontró su cauce después de años de diques y desvíos forzados. Un río que baja cargado de talento, de identidad y de una verdad simple: el fútbol femenino vino para quedarse. Arrastra prejuicios viejos, erosiona estructuras oxidadas y expone una realidad que algunos prefieren no mirar: mientras más se lo niega, más crece.
Pero todo río necesita un cauce claro. Y ahí aparece la gran deuda: la falta de una Liga fuerte, organizada, profesional y respetada. No una competencia armada con alambre, no un calendario improvisado, no una tabla que se define según quién puede viajar y quién no. Una Liga de verdad. Con reglas claras, con previsibilidad, con inversión, con difusión, con derechos. Una Liga que no trate al fútbol femenino como un apéndice caritativo, sino como lo que es: fútbol. Y la Liga la conforman los clubes.
Mientras el crecimiento dependa de la buena voluntad de unas pocas personas, el sistema seguirá siendo frágil. Mientras todo recaiga en el esfuerzo infinito de las jugadoras, la desigualdad seguirá siendo estructural. No se puede construir futuro sobre la épica del aguante. Se necesita decisión política, dirigencial y económica. Se necesita entender que el fútbol femenino no es gasto: es inversión. Deportiva, social, cultural y hasta económica.
Y los clubes están en el centro de esta discusión. No como espectadores, sino como responsables. Son ellos los que deben dejar de esconderse detrás de excusas recicladas. No alcanza con “tener femenino”. No alcanza con cumplir. No alcanza con decir “hacemos lo que podemos”. Hacer lo que se puede ya no es suficiente cuando se sabe lo que se debe. Los clubes tienen que poner infraestructura, cuerpos técnicos capacitados, planificación a largo plazo, divisiones formativas, presupuesto real. Tienen que profesionalizar, no simular.
Cada club que mira para otro lado es un freno. Cada club que apuesta de verdad es dinamita contra la desigualdad. Porque cuando un club invierte en fútbol femenino no está haciendo un favor: está cumpliendo con su rol social y deportivo. Está ampliando derechos. Está formando identidad. Está diciendo, con hechos, que el escudo no discrimina.
Las jugadoras no necesitan discursos motivacionales ni homenajes una vez al año. Necesitan condiciones. Necesitan estabilidad. Necesitan saber que el esfuerzo tiene un horizonte y no un precipicio. Necesitan dejar de ser noticia solo cuando “a pesar de todo” ganan. Porque ese “a pesar de todo” es una denuncia permanente.
El fútbol femenino también es un espejo incómodo de la sociedad. Cada vez que una jugadora pisa una cancha en condiciones indignas, algo falla mucho más allá del deporte. Y cada vez que una nena se ve reflejada en una jugadora con camiseta, contrato y respeto, se abre una puerta que ya no se cierra. Cada gol es una cachetada al prejuicio. Cada campeonato es una victoria colectiva que no entra en una planilla contable, pero cambia realidades.
La creación y el fortalecimiento de una Liga (femenina) no es un lujo ni una consigna progresista para quedar bien. Es una necesidad urgente. Porque detrás de cada pase hay una historia que merece futuro. Porque detrás de cada atajada hay una vida que no puede seguir sostenida por el sacrificio eterno. Porque detrás de cada club que apuesta hay una comunidad que crece.
El fútbol femenino no nació en oficinas ni en discursos. Nació en el barro, en la periferia, en la insistencia. Y hoy es un árbol que ya da sombra. Los que sigan fingiendo que no existe van a quedar afuera, inevitablemente. Porque la historia no espera a los cómodos.
El presidente de la AFA, Claudio Tapia, dijo al asumir en 2017 que su conducción sería la de la igualdad de género. Desarrollo, igualdad y profesionalismo: una bandera que hoy la AFA levanta en el fútbol femenino y que la construcción de su futuro predio parece ser el sendero adecuado. Ahora, la pelota está del otro lado. En los clubes. En los dirigentes que todavía dudan.
El fútbol femenino no negocia su existencia. Avanza. Es un sol que ya salió. Los clubes pueden elegir ser parte del amanecer o quedarse aferrados a la sombra.
Porque el fútbol femenino no es solo fútbol. Es espejo y motor de la sociedad que queremos. Cada gol y cada campeonato es un acto de justicia y que significa igualdad de oportunidades, desarrollo deportivo, identidad comunitaria y un mensaje claro y contundente: el juego es de todos y el talento no lleva etiquetas.

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
Con la final -repetida- de la temporada 2025 entre J.J. Moreno e Independiente no se cerrará un campeonato; sino que se tendrá que abrir una discusión incómoda, impostergable y profundamente política. El fútbol femenino ya no admite diagnósticos tibios ni discursos bienintencionados que se los lleva el viento. Ya no está para pedir permiso ni para agradecer migajas. Está para exigir lo que le corresponde.
Con un Mundial en Brasil a la vuelta de la esquina, con la región mirando y el futuro golpeando la puerta, llegó la hora de que los clubes dejen de jugar a la distracción y se hagan cargo. El romanticismo ya no alcanza. La voluntad individual ya no alcanza. El sacrificio eterno de las jugadoras ya no alcanza.
El fútbol femenino es una semilla que rompió el cemento. No brotó en un jardín cuidado, brotó en la grieta, a los codazos, empujada por años de desinterés, desdén y desprecio. Creció en potreros prestados, en canchas sin vestuarios, en horarios marginales, entrenando cuando ya no quedaba luz y jugando cuando sobraban excusas. Creció porque no le dejaron otra opción que crecer o morir. Y eligió crecer. Hoy es un árbol joven, torcido por el viento, pero firme. Con raíces tan profundas que ya no hay pala que las saque sin llevarse puesta la tierra entera.
Durante décadas se les dijo que esperen. Que no es el momento. Que no hay presupuesto. Que no hay público. Que no hay nivel. Que no hay nada. Y aun así hubo fútbol. Hubo equipos. Hubo campeonatos. Hubo jugadoras que entrenaron después de trabajar ocho horas, que viajaron de madrugada, que jugaron lesionadas, que pusieron el cuerpo donde no había red. El fútbol femenino no nació de una política deportiva: nació de la desobediencia. De mujeres que decidieron jugar aunque el sistema les dijera que no.
Hoy ese acto de rebeldía ya no puede seguir siendo sostenido solo por el heroísmo. Porque cuando el heroísmo se vuelve norma, el sistema es injusto. El fútbol femenino dejó de ser un susurro tolerado y pasó a ser un grito que incomoda. Incomoda a dirigentes que no quieren gastar, a estructuras que no quieren cambiar, a culturas que todavía creen que el fútbol tiene dueño. Pero ese grito ya se metió en los estadios, en los barrios, en las redes, en la mesa familiar de los domingos. Y no hay botón de mute para eso.
No es una moda. No es una concesión. No es una agenda importada. Es un río que encontró su cauce después de años de diques y desvíos forzados. Un río que baja cargado de talento, de identidad y de una verdad simple: el fútbol femenino vino para quedarse. Arrastra prejuicios viejos, erosiona estructuras oxidadas y expone una realidad que algunos prefieren no mirar: mientras más se lo niega, más crece.
Pero todo río necesita un cauce claro. Y ahí aparece la gran deuda: la falta de una Liga fuerte, organizada, profesional y respetada. No una competencia armada con alambre, no un calendario improvisado, no una tabla que se define según quién puede viajar y quién no. Una Liga de verdad. Con reglas claras, con previsibilidad, con inversión, con difusión, con derechos. Una Liga que no trate al fútbol femenino como un apéndice caritativo, sino como lo que es: fútbol. Y la Liga la conforman los clubes.
Mientras el crecimiento dependa de la buena voluntad de unas pocas personas, el sistema seguirá siendo frágil. Mientras todo recaiga en el esfuerzo infinito de las jugadoras, la desigualdad seguirá siendo estructural. No se puede construir futuro sobre la épica del aguante. Se necesita decisión política, dirigencial y económica. Se necesita entender que el fútbol femenino no es gasto: es inversión. Deportiva, social, cultural y hasta económica.
Y los clubes están en el centro de esta discusión. No como espectadores, sino como responsables. Son ellos los que deben dejar de esconderse detrás de excusas recicladas. No alcanza con “tener femenino”. No alcanza con cumplir. No alcanza con decir “hacemos lo que podemos”. Hacer lo que se puede ya no es suficiente cuando se sabe lo que se debe. Los clubes tienen que poner infraestructura, cuerpos técnicos capacitados, planificación a largo plazo, divisiones formativas, presupuesto real. Tienen que profesionalizar, no simular.
Cada club que mira para otro lado es un freno. Cada club que apuesta de verdad es dinamita contra la desigualdad. Porque cuando un club invierte en fútbol femenino no está haciendo un favor: está cumpliendo con su rol social y deportivo. Está ampliando derechos. Está formando identidad. Está diciendo, con hechos, que el escudo no discrimina.
Las jugadoras no necesitan discursos motivacionales ni homenajes una vez al año. Necesitan condiciones. Necesitan estabilidad. Necesitan saber que el esfuerzo tiene un horizonte y no un precipicio. Necesitan dejar de ser noticia solo cuando “a pesar de todo” ganan. Porque ese “a pesar de todo” es una denuncia permanente.
El fútbol femenino también es un espejo incómodo de la sociedad. Cada vez que una jugadora pisa una cancha en condiciones indignas, algo falla mucho más allá del deporte. Y cada vez que una nena se ve reflejada en una jugadora con camiseta, contrato y respeto, se abre una puerta que ya no se cierra. Cada gol es una cachetada al prejuicio. Cada campeonato es una victoria colectiva que no entra en una planilla contable, pero cambia realidades.
La creación y el fortalecimiento de una Liga (femenina) no es un lujo ni una consigna progresista para quedar bien. Es una necesidad urgente. Porque detrás de cada pase hay una historia que merece futuro. Porque detrás de cada atajada hay una vida que no puede seguir sostenida por el sacrificio eterno. Porque detrás de cada club que apuesta hay una comunidad que crece.
El fútbol femenino no nació en oficinas ni en discursos. Nació en el barro, en la periferia, en la insistencia. Y hoy es un árbol que ya da sombra. Los que sigan fingiendo que no existe van a quedar afuera, inevitablemente. Porque la historia no espera a los cómodos.
El presidente de la AFA, Claudio Tapia, dijo al asumir en 2017 que su conducción sería la de la igualdad de género. Desarrollo, igualdad y profesionalismo: una bandera que hoy la AFA levanta en el fútbol femenino y que la construcción de su futuro predio parece ser el sendero adecuado. Ahora, la pelota está del otro lado. En los clubes. En los dirigentes que todavía dudan.
El fútbol femenino no negocia su existencia. Avanza. Es un sol que ya salió. Los clubes pueden elegir ser parte del amanecer o quedarse aferrados a la sombra.
Porque el fútbol femenino no es solo fútbol. Es espejo y motor de la sociedad que queremos. Cada gol y cada campeonato es un acto de justicia y que significa igualdad de oportunidades, desarrollo deportivo, identidad comunitaria y un mensaje claro y contundente: el juego es de todos y el talento no lleva etiquetas.