Chiquito, el perro que egresó del secundario y tuvo su diploma

Fue durante seis años a la Escuela N° 786 de Puerto Madryn. Acompañando a Giovana y otras veces, sólo. Y se convirtió en una lección eterna. Chiquito, simplemente, un perro y una identidad de fidelidad, lealtad y afecto.

17 DIC 2025 - 14:17 | Actualizado 17 DIC 2025 - 20:52

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada

Chiquito es un perro.

Pero decirlo así es quedarse en la superficie, como quien mira el mar sin animarse a medir su profundidad. Chiquito es otra cosa: es una presencia fundacional, una historia que no se escribió con tinta sino con huellas, una épica silenciosa que se desplegó día tras día en la Escuela 786 de Puerto Madryn.

Llegó sin anuncios ni ceremonias, como llegan los destinos verdaderos. No pidió permiso, no reclamó derechos, no exigió nada. Simplemente estuvo. Y estar, cuando se hace con amor, termina siendo una forma superior de pertenecer. Desde primer año hizo todo el recorrido, acompañando a Giovana como se acompaña lo sagrado: sin condiciones, sin cálculo, sin relojes. Seis años de madrugadas, de mochilas cargadas, de campanas que abrían y cerraban mundos. Seis años de lluvia, de viento patagónico que corta la piel, de fríos que se cuelan en los huesos y de ausencias que pesan más que el invierno.


Chiquito caminaba hacia la escuela como quien regresa al origen. Porque ese edificio, con orientación en Artes Visuales y Ciencias Naturales, fue su territorio y su refugio. Allí tuvo su “cucha”, ese símbolo humilde y profundo que marca el lugar propio, el sitio donde descansar el cuerpo y vigilar el alma colectiva. Al principio hubo cautela: miradas que miden, silencios que dudan, normas que tantean. Pero la ternura, cuando es auténtica, no se discute: se impone. Luego vino la aceptación, y finalmente el amor, ese que no necesita justificaciones ni reglamentos.

Chiquito tiene la sabiduría antigua de los que no juzgan. La virtud del perdón, esa que algún sabio nombró una vez y que los perros practican todos los días sin discursos ni libros. Entraba a las aulas en silencio, como si comprendiera que el conocimiento es frágil y merece respeto. Se acomodaba en algún rincón, testigo mudo de trazos, fórmulas, preguntas y descubrimientos. Salía al patio en los recreos y allí se transformaba en juego puro: corría detrás de pelotas como si persiguiera soles, hasta caer rendido, feliz, completo.

Se detenía frente a la bandera con una solemnidad que conmovía. No conocía el significado de los colores, pero entendía el gesto. Entendía que hay símbolos que se honran con el cuerpo quieto y el corazón alerta. Acompañaba a Giovana a donde fuera y la esperaba siempre, fiel como la sombra al atardecer, guardián sin espada, centinela de su crecimiento.

El can en el aula.

No era un visitante: era parte del paisaje. Un hecho existente, inevitable, como el sonido del timbre o el olor a tiza. Tanto, que en los festejos del Día del Estudiante su imagen cubrió paredes enteras, multiplicada en dibujos, murales y risas. Chiquito ya no era solo un perro: era emblema, era identidad, era la prueba viva de que la escuela también educa en el afecto.

Y llegó el día final, ese que parece un cierre pero en realidad es una consagración. En la fiesta de egresados, Chiquito subió al escenario. No como invitado, sino como protagonista. Porque no fueron 62 egresados: fueron 63. Recibió su diploma, un presente mascotero y el aplauso más honesto, ese que nace desde el fondo del pecho. Así lo decidieron los chicos, su familia humana y las comunidades de Defensa del Animal. Así lo acompañaron las autoridades. Así lo reclamó la historia.

Chiquito no aprendió a leer ni a escribir, pero enseñó lealtad. No rindió exámenes, pero aprobó todas las materias invisibles: compañerismo, paciencia, amor incondicional. Su épica no tuvo gritos ni batallas, pero resistió al tiempo, al clima y a la costumbre. Y eso, a veces, es más heroico que cualquier gesta.
Chiquito.

Nombre pequeño para una grandeza inmensa.

Gigante de alma.

Libre, evolucionada, amorosa.

Un perro, sí.

Pero también una bandera viva, una lección eterna.

El corazón con patas de la Escuela 786.

17 DIC 2025 - 14:17

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada

Chiquito es un perro.

Pero decirlo así es quedarse en la superficie, como quien mira el mar sin animarse a medir su profundidad. Chiquito es otra cosa: es una presencia fundacional, una historia que no se escribió con tinta sino con huellas, una épica silenciosa que se desplegó día tras día en la Escuela 786 de Puerto Madryn.

Llegó sin anuncios ni ceremonias, como llegan los destinos verdaderos. No pidió permiso, no reclamó derechos, no exigió nada. Simplemente estuvo. Y estar, cuando se hace con amor, termina siendo una forma superior de pertenecer. Desde primer año hizo todo el recorrido, acompañando a Giovana como se acompaña lo sagrado: sin condiciones, sin cálculo, sin relojes. Seis años de madrugadas, de mochilas cargadas, de campanas que abrían y cerraban mundos. Seis años de lluvia, de viento patagónico que corta la piel, de fríos que se cuelan en los huesos y de ausencias que pesan más que el invierno.


Chiquito caminaba hacia la escuela como quien regresa al origen. Porque ese edificio, con orientación en Artes Visuales y Ciencias Naturales, fue su territorio y su refugio. Allí tuvo su “cucha”, ese símbolo humilde y profundo que marca el lugar propio, el sitio donde descansar el cuerpo y vigilar el alma colectiva. Al principio hubo cautela: miradas que miden, silencios que dudan, normas que tantean. Pero la ternura, cuando es auténtica, no se discute: se impone. Luego vino la aceptación, y finalmente el amor, ese que no necesita justificaciones ni reglamentos.

Chiquito tiene la sabiduría antigua de los que no juzgan. La virtud del perdón, esa que algún sabio nombró una vez y que los perros practican todos los días sin discursos ni libros. Entraba a las aulas en silencio, como si comprendiera que el conocimiento es frágil y merece respeto. Se acomodaba en algún rincón, testigo mudo de trazos, fórmulas, preguntas y descubrimientos. Salía al patio en los recreos y allí se transformaba en juego puro: corría detrás de pelotas como si persiguiera soles, hasta caer rendido, feliz, completo.

Se detenía frente a la bandera con una solemnidad que conmovía. No conocía el significado de los colores, pero entendía el gesto. Entendía que hay símbolos que se honran con el cuerpo quieto y el corazón alerta. Acompañaba a Giovana a donde fuera y la esperaba siempre, fiel como la sombra al atardecer, guardián sin espada, centinela de su crecimiento.

El can en el aula.

No era un visitante: era parte del paisaje. Un hecho existente, inevitable, como el sonido del timbre o el olor a tiza. Tanto, que en los festejos del Día del Estudiante su imagen cubrió paredes enteras, multiplicada en dibujos, murales y risas. Chiquito ya no era solo un perro: era emblema, era identidad, era la prueba viva de que la escuela también educa en el afecto.

Y llegó el día final, ese que parece un cierre pero en realidad es una consagración. En la fiesta de egresados, Chiquito subió al escenario. No como invitado, sino como protagonista. Porque no fueron 62 egresados: fueron 63. Recibió su diploma, un presente mascotero y el aplauso más honesto, ese que nace desde el fondo del pecho. Así lo decidieron los chicos, su familia humana y las comunidades de Defensa del Animal. Así lo acompañaron las autoridades. Así lo reclamó la historia.

Chiquito no aprendió a leer ni a escribir, pero enseñó lealtad. No rindió exámenes, pero aprobó todas las materias invisibles: compañerismo, paciencia, amor incondicional. Su épica no tuvo gritos ni batallas, pero resistió al tiempo, al clima y a la costumbre. Y eso, a veces, es más heroico que cualquier gesta.
Chiquito.

Nombre pequeño para una grandeza inmensa.

Gigante de alma.

Libre, evolucionada, amorosa.

Un perro, sí.

Pero también una bandera viva, una lección eterna.

El corazón con patas de la Escuela 786.