Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
“No vaya a ser que en el 2020 estemos hablando del fulano de tal que vino no sé… de Santiago del Estero”.
No era una advertencia: era un prejuicio con corbata. Racismo de living, tilinguería de PowerPoint y mitrismo recalentado. La frase salió de la boca de Alfonso Prat Gay, uno de los “chicos brillantes” del mejor equipo económico de los últimos 50 años, según el gurú del marketing político, Mauricio Macri. Un iluminado.
El mismo exministro que redujo la economía a una pizzería —“de 150 a 350 pesos son dos muzzas”— como si el país fuese una servilleta manchada de grasa. El mismo que, frente a una pregunta incómoda, respondió ocho veces “no sé”, como si la ignorancia reiterada fuese una política pública. Un tipo que hablaba del rumbo económico como quien mira un GPS roto y decide acelerar igual.
La escena ocurrió hace años, pero no envejeció: se conserva en formol. Porque no insultaba solo a una provincia; insultaba a la idea misma de que el poder pueda nacer lejos del puerto, crecer sin padrinos y florecer sin permiso. Santiago del Estero, para ellos, era una nota al pie, un patio trasero, una geografía prescindible. Como si el país se acabara donde empieza el polvo.
“No vaya a ser que en el 2020 estemos hablando del fulano de tal que vino no sé… de Santiago del Estero”.
La frase quedó flotando como una amenaza maldita. Porque el desprecio siempre vuelve. Santiago del Estero —esa provincia que para ellos era decorado— levantó el estadio “Madre de Ciudades”, un templo moderno plantado en el medio del país, como una provocación de cemento. Ahí se juegan finales, ahí se define poder, ahí se canta el himno. Ahí se escribe la historia que no entra en sus mapas mentales.
Y desde esa misma tierra emerge Pablo Toviggino. Dirigente incómodo, lengua filosa, muñeca política, identidad sin pedir disculpas. No es un “fulano”: es un actor real. No aparece de la nada: aparece del interior profundo, ese que ellos solo recuerdan cuando necesitan votos o mano de obra barata. Toviggino no traduce su tonada ni modula para agradar. Juega fuerte, habla fuerte, existe fuerte. Eso es lo que les molesta.
Prat Gay fue un adelantado, sí. No por brillante, sino por bocón. No por visión, sino por arrogancia. Porque el método se repite como una vieja estafa: subestimar, caricaturizar, ridiculizar. Ayer fue la economía; hoy es el fútbol; mañana será cualquier territorio donde el poder deje de ser un club exclusivo. Caputo con su timba financiera, Milei con su violencia verbal y su fe ciega en el mercado, Verón como emblema empresarial del fútbol moderno, Tapia como el pragmático que entiende el barro, Toviggino como el que mete el dedo en la llaga. Todos orbitando en una pelea que no es solo deportiva: es cultural, simbólica, política.
Caputo, Milei, Verón, Tapia, Toviggino: nombres que orbitan como placas tectónicas. Chocan, crujen, rompen el mapa. Y el temblor no viene de afuera: nace adentro, desde donde dijeron que no pasaba nada. Desde donde creían que solo crecían algarrobos y silencios.
No es casualidad. Es una disputa por el sentido del poder. Ellos creen que el país se maneja desde una torre de vidrio. Otros saben que se construye desde la tierra, el polvo, el interior, el grito sin subtítulos. El centralismo siempre creyó que mandaba por derecho natural. Hasta que el interior empezó a ganar partidos, finales y espacios de decisión.
A no comerse el amague. Esto no va de nombres propios; va de una matriz mental que se cae a pedazos. Va del miedo a que el poder deje de tener apellido compuesto y empiece a hablar con tonada. Va del pánico a que el país real —ese que no entra en sus métricas— les discuta el control.
La historia, ya se sabe, no pide permiso. Se repite, insiste y castiga. Una vez como gran tragedia. La otra como miserable farsa. Y casi siempre, los que se burlaron del “fulano de Santiago del Estero” terminan preguntándose, tarde y mal, en qué momento el mapa se les dio vuelta.

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
“No vaya a ser que en el 2020 estemos hablando del fulano de tal que vino no sé… de Santiago del Estero”.
No era una advertencia: era un prejuicio con corbata. Racismo de living, tilinguería de PowerPoint y mitrismo recalentado. La frase salió de la boca de Alfonso Prat Gay, uno de los “chicos brillantes” del mejor equipo económico de los últimos 50 años, según el gurú del marketing político, Mauricio Macri. Un iluminado.
El mismo exministro que redujo la economía a una pizzería —“de 150 a 350 pesos son dos muzzas”— como si el país fuese una servilleta manchada de grasa. El mismo que, frente a una pregunta incómoda, respondió ocho veces “no sé”, como si la ignorancia reiterada fuese una política pública. Un tipo que hablaba del rumbo económico como quien mira un GPS roto y decide acelerar igual.
La escena ocurrió hace años, pero no envejeció: se conserva en formol. Porque no insultaba solo a una provincia; insultaba a la idea misma de que el poder pueda nacer lejos del puerto, crecer sin padrinos y florecer sin permiso. Santiago del Estero, para ellos, era una nota al pie, un patio trasero, una geografía prescindible. Como si el país se acabara donde empieza el polvo.
“No vaya a ser que en el 2020 estemos hablando del fulano de tal que vino no sé… de Santiago del Estero”.
La frase quedó flotando como una amenaza maldita. Porque el desprecio siempre vuelve. Santiago del Estero —esa provincia que para ellos era decorado— levantó el estadio “Madre de Ciudades”, un templo moderno plantado en el medio del país, como una provocación de cemento. Ahí se juegan finales, ahí se define poder, ahí se canta el himno. Ahí se escribe la historia que no entra en sus mapas mentales.
Y desde esa misma tierra emerge Pablo Toviggino. Dirigente incómodo, lengua filosa, muñeca política, identidad sin pedir disculpas. No es un “fulano”: es un actor real. No aparece de la nada: aparece del interior profundo, ese que ellos solo recuerdan cuando necesitan votos o mano de obra barata. Toviggino no traduce su tonada ni modula para agradar. Juega fuerte, habla fuerte, existe fuerte. Eso es lo que les molesta.
Prat Gay fue un adelantado, sí. No por brillante, sino por bocón. No por visión, sino por arrogancia. Porque el método se repite como una vieja estafa: subestimar, caricaturizar, ridiculizar. Ayer fue la economía; hoy es el fútbol; mañana será cualquier territorio donde el poder deje de ser un club exclusivo. Caputo con su timba financiera, Milei con su violencia verbal y su fe ciega en el mercado, Verón como emblema empresarial del fútbol moderno, Tapia como el pragmático que entiende el barro, Toviggino como el que mete el dedo en la llaga. Todos orbitando en una pelea que no es solo deportiva: es cultural, simbólica, política.
Caputo, Milei, Verón, Tapia, Toviggino: nombres que orbitan como placas tectónicas. Chocan, crujen, rompen el mapa. Y el temblor no viene de afuera: nace adentro, desde donde dijeron que no pasaba nada. Desde donde creían que solo crecían algarrobos y silencios.
No es casualidad. Es una disputa por el sentido del poder. Ellos creen que el país se maneja desde una torre de vidrio. Otros saben que se construye desde la tierra, el polvo, el interior, el grito sin subtítulos. El centralismo siempre creyó que mandaba por derecho natural. Hasta que el interior empezó a ganar partidos, finales y espacios de decisión.
A no comerse el amague. Esto no va de nombres propios; va de una matriz mental que se cae a pedazos. Va del miedo a que el poder deje de tener apellido compuesto y empiece a hablar con tonada. Va del pánico a que el país real —ese que no entra en sus métricas— les discuta el control.
La historia, ya se sabe, no pide permiso. Se repite, insiste y castiga. Una vez como gran tragedia. La otra como miserable farsa. Y casi siempre, los que se burlaron del “fulano de Santiago del Estero” terminan preguntándose, tarde y mal, en qué momento el mapa se les dio vuelta.