Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
La autenticidad no se puede fingir.
Esa que no se maquilla, no se inventa, no se improvisa. Esa que nace sola, como un latido que no pide permiso.
Porque en cada pasillo, en cada brizna de hierba —hasta en esos silencios donde parece que no pasa nada— hay algo hablando. No lo ves, pero te atraviesa como un viento antiguo. Es la grandeza de un club que existía antes de que vos llegaras y seguirá después de que te vayas; es el peso de sus campeones susurrando desde las paredes; es la responsabilidad de vestir unos colores que, si los escuchás con atención, todavía laten. Es una presencia invisible que te abraza y te pone a prueba al mismo tiempo. Una llama que te ilumina si la respetás, y te quema si la subestimás.
No se pasan horas en ese lugar: se pasan pedazos de la vida. Minutos que se hacen tardes, tardes que se disfrazan de años. Porque Germinal, Racing, Independiente, Huracán, Gaiman, Argentinos del Sur, Dolavon, Ferro, Brown, Madryn y hasta los que vienen pisando fuerte no te reciben, te capturan. Te retienen como lo hace la memoria con aquello que la marcó para siempre. Son clubes que no te abren la puerta: te abren el corazón.
El que trabaja ahí no es un empleado. Es un guardián. Un centinela del legado. Un soldado de un fuego que no se compra, no se inventa, no se copia. Porque la historia —la verdadera historia— no se vende en ningún lado. Se construye con sudor, con derrotas que duelen semanas y victorias que te elevan años; con camisetas manchadas de tierra ajena y goles que nacieron de rodillas. Eso no se fingió jamás. Eso se vivió.
Ahí, en ese ecosistema de barro, pasto, tribunas viejas y sueños nuevos, uno aprende la lección más valiosa de todas: la autenticidad.
No se fabrica.
No se actúa.
Es un milagro humilde que sólo se consigue con tiempo, sufrimiento y pasión cruda
Está o no está. Es como una fogata. Si el fuego es real, calienta; si es cartón pintado, ni humo levanta.

Por eso no me vengan con clubes nuevos, con proyectos empaquetados como si fueran startups con pasto. Con maquetas digitales, loguitos brillantes y promesas de laboratorio. Sin historia, sin sangre, sin color ni calor. Son pura sanata: castillos de aire que se desarman en la primera ráfaga de verdad.
Dame un club centenario o a punto de serlo. Dame uno que sea parte del ADN de su pueblo, de la memoria de su gente, de la infancia de varias generaciones. Uno que haya sido parido por la propia comunidad y alimentado a fuerza de sacrificio y orgullo.
A esos los quiero.
A esos los celebro.
A esos los elijo: felices, luchando, jugando, cayéndose y levantándose.
Bien vivos.
Como debe ser la historia.
Como debe ser el fútbol.
Como debe ser la autenticidad que no se puede fingir como tampoco necesita presentarse. Salvaje, irremplazable. Que te observa sin ojos, te mide sin palabras, te reconoce o te expulsa. Porque la autenticidad no se negocia. Y cuando falta, se nota. Arde. Duele. Chilla.

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
La autenticidad no se puede fingir.
Esa que no se maquilla, no se inventa, no se improvisa. Esa que nace sola, como un latido que no pide permiso.
Porque en cada pasillo, en cada brizna de hierba —hasta en esos silencios donde parece que no pasa nada— hay algo hablando. No lo ves, pero te atraviesa como un viento antiguo. Es la grandeza de un club que existía antes de que vos llegaras y seguirá después de que te vayas; es el peso de sus campeones susurrando desde las paredes; es la responsabilidad de vestir unos colores que, si los escuchás con atención, todavía laten. Es una presencia invisible que te abraza y te pone a prueba al mismo tiempo. Una llama que te ilumina si la respetás, y te quema si la subestimás.
No se pasan horas en ese lugar: se pasan pedazos de la vida. Minutos que se hacen tardes, tardes que se disfrazan de años. Porque Germinal, Racing, Independiente, Huracán, Gaiman, Argentinos del Sur, Dolavon, Ferro, Brown, Madryn y hasta los que vienen pisando fuerte no te reciben, te capturan. Te retienen como lo hace la memoria con aquello que la marcó para siempre. Son clubes que no te abren la puerta: te abren el corazón.
El que trabaja ahí no es un empleado. Es un guardián. Un centinela del legado. Un soldado de un fuego que no se compra, no se inventa, no se copia. Porque la historia —la verdadera historia— no se vende en ningún lado. Se construye con sudor, con derrotas que duelen semanas y victorias que te elevan años; con camisetas manchadas de tierra ajena y goles que nacieron de rodillas. Eso no se fingió jamás. Eso se vivió.
Ahí, en ese ecosistema de barro, pasto, tribunas viejas y sueños nuevos, uno aprende la lección más valiosa de todas: la autenticidad.
No se fabrica.
No se actúa.
Es un milagro humilde que sólo se consigue con tiempo, sufrimiento y pasión cruda
Está o no está. Es como una fogata. Si el fuego es real, calienta; si es cartón pintado, ni humo levanta.

Por eso no me vengan con clubes nuevos, con proyectos empaquetados como si fueran startups con pasto. Con maquetas digitales, loguitos brillantes y promesas de laboratorio. Sin historia, sin sangre, sin color ni calor. Son pura sanata: castillos de aire que se desarman en la primera ráfaga de verdad.
Dame un club centenario o a punto de serlo. Dame uno que sea parte del ADN de su pueblo, de la memoria de su gente, de la infancia de varias generaciones. Uno que haya sido parido por la propia comunidad y alimentado a fuerza de sacrificio y orgullo.
A esos los quiero.
A esos los celebro.
A esos los elijo: felices, luchando, jugando, cayéndose y levantándose.
Bien vivos.
Como debe ser la historia.
Como debe ser el fútbol.
Como debe ser la autenticidad que no se puede fingir como tampoco necesita presentarse. Salvaje, irremplazable. Que te observa sin ojos, te mide sin palabras, te reconoce o te expulsa. Porque la autenticidad no se negocia. Y cuando falta, se nota. Arde. Duele. Chilla.