La reconocida escritora trelewense, redactó un cuento en apoyo y solidaridad a los damnificaos por el temporal en Bahía Blanca. “Cicatrices de viento y agua” cuenta una historia donde se mezcla momentos reales de la catástrofe climática y la fantasía.
Margarita tiene una relación muy cercana con la comunidad bahiense dado que vivió muchos años y uno de sus hijos nació en ese lugar.
- Cicatrices de viento y agua -
Ayer no más, un viento como un carnívoro invisible, se abalanzó sobre Bahía Blanca con la furia de un dios vengativo. No había sido un viento cualquiera. No. Había traído con él el olor acre de la muerte, ese hedor nauseabundo a salitre y desolación, que convirtieron a las casas en esqueletos blancuzcos, a quienes las garras del viento las despojó de sus pieles de color.
Ayer nomás, la gente presa del pánico se aferraba a lo que podía. Las ramas de los árboles parecían arañar al cielo suplicando no caerse, pero la furia del ventarrón las doblaba, quebraba sus troncos, y hasta arrancaba despiadadamente sus raíces.
En los barrios costeros de la ciudad, el mar embravecido vomitaba su ira con olas enormes que reclamaban lo que alguna vez le perteneciera.
Los techos de las casas, galpones y gimnasios se desplomaron como castillos construidos con naipes de cartón dejando en carne viva sus entrañas.
Ayer nomás, los cristales, convertidos en puñales punzantes habían sido esparcidos por las calles convertidas en laberintos de espejos trizados.
Los barcos dormían volcados con sus cascos rotos como juguetes viejos y destrozados. El agua, una mezcla de sal y petróleo, pintaba un paisaje apocalíptico que creaba una atmósfera irrespirable.
En medio de toda esa destrucción, una belleza rara dentro de un rayo de sol, se filtraba entre los nubarrones grises y proyectaba una sombra burlesca sobre las ruinas creando un escenario surrealista. Esa belleza dolorosa que solo puede ser apreciada por quienes vivieron la pesadilla de haberlo perdido todo.
Y ayer nomás, el viento se cansó. Pero Bahía Blanca quedó herida y envuelta de un silencio cargado de dolor.
Y ese olor a sal y petróleo que emanaba del mar, era como un mensaje recordatorio de la furia de la naturaleza y de la fragilidad de la vida. Como esa fragilidad y fortaleza de doña Raquel, la abuela que perdió a su marido bajo un tirante que cayó del techo. Esa abuela a la que el silencio ensordecedor en la retirada del vendaval, la encontró aferrada con una mano a una columna de cemento, y con la otra sosteniendo la bolsa en donde había puesto a Emma, su cachorra negrita y mestiza, para que la furia del viento no la dejara como a otro juguete viejo y roto.
La reconocida escritora trelewense, redactó un cuento en apoyo y solidaridad a los damnificaos por el temporal en Bahía Blanca. “Cicatrices de viento y agua” cuenta una historia donde se mezcla momentos reales de la catástrofe climática y la fantasía.
Margarita tiene una relación muy cercana con la comunidad bahiense dado que vivió muchos años y uno de sus hijos nació en ese lugar.
- Cicatrices de viento y agua -
Ayer no más, un viento como un carnívoro invisible, se abalanzó sobre Bahía Blanca con la furia de un dios vengativo. No había sido un viento cualquiera. No. Había traído con él el olor acre de la muerte, ese hedor nauseabundo a salitre y desolación, que convirtieron a las casas en esqueletos blancuzcos, a quienes las garras del viento las despojó de sus pieles de color.
Ayer nomás, la gente presa del pánico se aferraba a lo que podía. Las ramas de los árboles parecían arañar al cielo suplicando no caerse, pero la furia del ventarrón las doblaba, quebraba sus troncos, y hasta arrancaba despiadadamente sus raíces.
En los barrios costeros de la ciudad, el mar embravecido vomitaba su ira con olas enormes que reclamaban lo que alguna vez le perteneciera.
Los techos de las casas, galpones y gimnasios se desplomaron como castillos construidos con naipes de cartón dejando en carne viva sus entrañas.
Ayer nomás, los cristales, convertidos en puñales punzantes habían sido esparcidos por las calles convertidas en laberintos de espejos trizados.
Los barcos dormían volcados con sus cascos rotos como juguetes viejos y destrozados. El agua, una mezcla de sal y petróleo, pintaba un paisaje apocalíptico que creaba una atmósfera irrespirable.
En medio de toda esa destrucción, una belleza rara dentro de un rayo de sol, se filtraba entre los nubarrones grises y proyectaba una sombra burlesca sobre las ruinas creando un escenario surrealista. Esa belleza dolorosa que solo puede ser apreciada por quienes vivieron la pesadilla de haberlo perdido todo.
Y ayer nomás, el viento se cansó. Pero Bahía Blanca quedó herida y envuelta de un silencio cargado de dolor.
Y ese olor a sal y petróleo que emanaba del mar, era como un mensaje recordatorio de la furia de la naturaleza y de la fragilidad de la vida. Como esa fragilidad y fortaleza de doña Raquel, la abuela que perdió a su marido bajo un tirante que cayó del techo. Esa abuela a la que el silencio ensordecedor en la retirada del vendaval, la encontró aferrada con una mano a una columna de cemento, y con la otra sosteniendo la bolsa en donde había puesto a Emma, su cachorra negrita y mestiza, para que la furia del viento no la dejara como a otro juguete viejo y roto.