Por Juan Bigrevich / Redacción Jornada
Otra vez. Carlos mastica diez, cincuenta, cien o mil angustias en sus premolares, insulta por lo bajo para que no se burlen de él; se palpa y permite que sus labios desafíen a ese frío estepario de un sur olvidado y desparramen una sonrisa más que mediana en su boca grande. Tiene un gorrito verde y blanco con una palabra que consigue ser pertenencia y referencia. Y lo tiene tatuado en su piel y en su alma: Germinal.
En 1971, un italiano llamado Elio Petri edificó una obra de arte en el cine. Se llamó “La clase obrera va al paraíso”. Era la historia de un obrero metalúrgico que entre sus contradicciones vivía un mundo de sensaciones. La de ser más de lo que era en un mundo que podía permitírselo, lleno de ebullición. Y eso fue lo que pasó hoy en Bolívar. El obrero llegó al paraíso. Germinal, con un gol de excelente factura de Rafael Ferro le ganó al equipo de esa ciudad y accedió a las semifinales del Torneo Federal A de fútbol. Con un Gonzalo Laborda nuevamente excepcional y un gran planteo táctico de Christian Corrales, el equipo de Rawson tiró sobre la cancha de los bonaerenses todo su linaje. No salió a jugar.
Salió a ganar. Respetando su historia. Esa que es un resplandor de fuegos no apagados.
Desde la cruz ensangrentada en lo alto del calvario hasta el cuidado de la fragilidad de los otros como si estuviesen las tablas de su destino, Germinal teje y desteje realidades.
Expiando sus éxtasis y no sus razonamientos, hoy una red invisible conectó el pasado con el presente. Pitoto impulsaba cada salto del uno hoy vestido de rosa; el Chuza cortaba -en compañía- con Terán y el Huguito Geoffroy frenaba y aceleraba al lado de Manuel Vargas. Ni hablar afuera; el Ñato Yaniez escuchaba no sólo voz del tío Juan; sino la del Héctor y Corrales los susurros de Chiarvetti y del Zorro Bastida.
Mientras tanto en la tribuna, el petiso Gro se fusiona en un abrazo interminable con Patita y Jorge.
Esa carga ancestral vio en la opulenta Buenos Aires a ese universo único, que, tejido con hilos de experiencias y memorias moldean su camino: el de ser protagonista frente a rivales que calcen los puntos que calcen o fuesen lo que fueran.
Hoy, de nuevo, Carlos, -que sabe que su club conoció su propia oscuridad, pero que sus heridas no cicatrizadas fue un combustible sacando lo mejor de ellas- sintió como su asustado corazón infantil se quedaba a solas con su sombra y sus quimeras. Sus ojos de calentura iluminaron su rostro demacrado después de un exceso de diez minutos adicionales.
El sabe, bien que sabe, que se lo ama a pesar de los golpes de los vientos, de las escasas cosechas, de las malas noticias y de la dictadura de las horas
Hoy la primavera camina por el cielo con los pies descalzos y embarrados. Germinal ya está en las semifinales de un certamen que es casi una obsesión, porque el fue parte de su génesis, allá lejos y hace un tiempo.
Desprovistos de cualquier emoción fáctica y tratando el hecho con objetividad; el verdiblanco ganó merecidamente. Y habrá que preguntarse porqué.
Es porque en él hay vida en sus sueños, la que desafía la gravedad, los prejuicios y las conspiraciones absurdas y las mentes cerradas y estériles.
Las esperanzas crecen como arboles murmurantes y pájaros imprudentes, sin pedir permiso. Creen en un ritual de obediencia orgánica, pero también poseen una desobediencia civil. Como aquella película de hace más de cinco décadas cuando la clase obrera iba al paraíso.
Por Juan Bigrevich / Redacción Jornada
Otra vez. Carlos mastica diez, cincuenta, cien o mil angustias en sus premolares, insulta por lo bajo para que no se burlen de él; se palpa y permite que sus labios desafíen a ese frío estepario de un sur olvidado y desparramen una sonrisa más que mediana en su boca grande. Tiene un gorrito verde y blanco con una palabra que consigue ser pertenencia y referencia. Y lo tiene tatuado en su piel y en su alma: Germinal.
En 1971, un italiano llamado Elio Petri edificó una obra de arte en el cine. Se llamó “La clase obrera va al paraíso”. Era la historia de un obrero metalúrgico que entre sus contradicciones vivía un mundo de sensaciones. La de ser más de lo que era en un mundo que podía permitírselo, lleno de ebullición. Y eso fue lo que pasó hoy en Bolívar. El obrero llegó al paraíso. Germinal, con un gol de excelente factura de Rafael Ferro le ganó al equipo de esa ciudad y accedió a las semifinales del Torneo Federal A de fútbol. Con un Gonzalo Laborda nuevamente excepcional y un gran planteo táctico de Christian Corrales, el equipo de Rawson tiró sobre la cancha de los bonaerenses todo su linaje. No salió a jugar.
Salió a ganar. Respetando su historia. Esa que es un resplandor de fuegos no apagados.
Desde la cruz ensangrentada en lo alto del calvario hasta el cuidado de la fragilidad de los otros como si estuviesen las tablas de su destino, Germinal teje y desteje realidades.
Expiando sus éxtasis y no sus razonamientos, hoy una red invisible conectó el pasado con el presente. Pitoto impulsaba cada salto del uno hoy vestido de rosa; el Chuza cortaba -en compañía- con Terán y el Huguito Geoffroy frenaba y aceleraba al lado de Manuel Vargas. Ni hablar afuera; el Ñato Yaniez escuchaba no sólo voz del tío Juan; sino la del Héctor y Corrales los susurros de Chiarvetti y del Zorro Bastida.
Mientras tanto en la tribuna, el petiso Gro se fusiona en un abrazo interminable con Patita y Jorge.
Esa carga ancestral vio en la opulenta Buenos Aires a ese universo único, que, tejido con hilos de experiencias y memorias moldean su camino: el de ser protagonista frente a rivales que calcen los puntos que calcen o fuesen lo que fueran.
Hoy, de nuevo, Carlos, -que sabe que su club conoció su propia oscuridad, pero que sus heridas no cicatrizadas fue un combustible sacando lo mejor de ellas- sintió como su asustado corazón infantil se quedaba a solas con su sombra y sus quimeras. Sus ojos de calentura iluminaron su rostro demacrado después de un exceso de diez minutos adicionales.
El sabe, bien que sabe, que se lo ama a pesar de los golpes de los vientos, de las escasas cosechas, de las malas noticias y de la dictadura de las horas
Hoy la primavera camina por el cielo con los pies descalzos y embarrados. Germinal ya está en las semifinales de un certamen que es casi una obsesión, porque el fue parte de su génesis, allá lejos y hace un tiempo.
Desprovistos de cualquier emoción fáctica y tratando el hecho con objetividad; el verdiblanco ganó merecidamente. Y habrá que preguntarse porqué.
Es porque en él hay vida en sus sueños, la que desafía la gravedad, los prejuicios y las conspiraciones absurdas y las mentes cerradas y estériles.
Las esperanzas crecen como arboles murmurantes y pájaros imprudentes, sin pedir permiso. Creen en un ritual de obediencia orgánica, pero también poseen una desobediencia civil. Como aquella película de hace más de cinco décadas cuando la clase obrera iba al paraíso.