Por: Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
Podcast: María Laura Barcia
Diseño: Marcelo Maidana
“Sin exageración alguna es un ángel guardián en estos hospitales, y mientras su grácil figura se desliza silenciosamente por los corredores, la cara del desdichado se suaviza con gratitud a la vista de ella. Cuando todos los oficiales médicos se han retirado ya y el silencio y la oscuridad descienden sobre tantos postrados dolientes, puede observársela sola, con una pequeña lámpara en su mano, efectuando sus solitarias rondas”. Tamaña descripción fue efectuada en pleno conflicto bélico de Crimea en un artículo de The Times publicado el 8 de febrero de 1855. Así era. Así fue. Aún así es.
Hija de una familia acomodada británica, Florence Nightingale nació un 12 de mayo de 1820 en Florencia, en aquel momento capital del Gran Ducado de Toscana. Era hija de William Edward Nightingale y Frances Smith.
En 1837, impulsada por lo que ella interpretó como una ‘llamada divina’, anunció a su familia su decisión de dedicarse a la enfermería y a las matemáticas. Rompiendo los moldes de un mandato familiar con carreras “afines a una mujer” como historia o filosofía natural y moral. No hubo manera de cambiar su posición y lo logró. Es que la profesión estaba asociada a mujeres de la clase trabajadora, nada que ver con una joven culta como Florence que, además, estaba destinada a casarse, sin importar con quién.
Durante los siguientes años, segura de su vocación y de manera autodidacta, se convirtió en una experta frecuentando los centros sanitarios que visitaba en cada uno de sus viajes. Aprovechando sus ventajas, Francia, Italia, Suiza, Grecia o Egipto fueron algunos de sus destinos y su proceso de aprendizaje, sus habilidades literarias y su manera de afrontar vida.
Em agosto de 1853 asumió el cargo de superintendente en el Instituto para el Cuidado de Señoras Enfermas –eran mujeres sin techo– en Londres. Lo dio vuelta. Agua caliente en las habitaciones, ascensores y una bolsa de trabajo fue considerado un milagro.
Tras desatarse la guerra de Crimea, en 1853, entre el Imperio ruso de la dinastía Romanov y la alianza del Reino Unido, Francia, el Imperio otomano y el Reino de Piamonte y Cerdeña por la invasión a Turquía, Florence fue allí. Lo acompañaron sus 39 enfermeras entrenadas por ella. Leales, Inexpertas.
Vocacionales. Solidarias. No importó que se disponía nada de nada. De cada cien víctimas, ochenta eran por los deficientes tratamientos sanitarios. De nuevo, dio vuelta todo. Y el índice de mortalidad bajó rápidamente. Enfermó de fiebre tifoidea, pero no importó y convenció con sus teorías y su trabajo en terreno la necesidad de poner en marcha drásticas reformas higiénicas en los centros hospitalarios. DE aquí y de allá.
Se convirtió en “La dama de la lámpara” cuando cuidaba -con una de ellas en mano- a los soldados en las noches sin estrellas y sin reloj para evitar tanta desolación y que decía que “hay que abstenerse de provocar daño alguno y a «considerar como confidencial toda información que le sea revelada en el ejercicio la profesión, así como todos los asuntos privados de los pacientes”. Fue su juramento y jamás hubo una traición.
Su sentido de la observación indicaba cómo estaba el paciente, la reflexión le marcaba qué había que hacer y la destreza práctica señalaba cómo había que hacerlo; mientras que la formación y la experiencia eran necesarias para saber cómo observar y qué observar; cómo pensar y qué pensar. Lecciones del ayer; tan vigentes como hoy.
Obtuvo la Real Cruz Roja y la Orden del Mérito, las llaves de la ciudad de Londres y fue fuente de inspiración para la creación de la Cruz Rojas Internacional. Sin embargo, no se contentó con la franela oficial y presionó al gobierno británico para mejorar las condiciones sanitarias de la India, una tierra que amó hasta el último de los días sin haberla pisado jamás.
Murió en 1910, en su casa y durmiendo; en paz. Su valioso legado habla de la anchura de su integridad convirtiéndose, primero en expectativa, después en esperanza y con los años en una figura paradigmática.
Pasó más de un siglo de su paso a la inmortalidad; pero sigue siendo ese fantasma visual con ese calor y con aquellas bellas flores en el apogeo de su frescura.
Florence Nigthingale. “La dama de la lámpara”.
Por: Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
Podcast: María Laura Barcia
Diseño: Marcelo Maidana
“Sin exageración alguna es un ángel guardián en estos hospitales, y mientras su grácil figura se desliza silenciosamente por los corredores, la cara del desdichado se suaviza con gratitud a la vista de ella. Cuando todos los oficiales médicos se han retirado ya y el silencio y la oscuridad descienden sobre tantos postrados dolientes, puede observársela sola, con una pequeña lámpara en su mano, efectuando sus solitarias rondas”. Tamaña descripción fue efectuada en pleno conflicto bélico de Crimea en un artículo de The Times publicado el 8 de febrero de 1855. Así era. Así fue. Aún así es.
Hija de una familia acomodada británica, Florence Nightingale nació un 12 de mayo de 1820 en Florencia, en aquel momento capital del Gran Ducado de Toscana. Era hija de William Edward Nightingale y Frances Smith.
En 1837, impulsada por lo que ella interpretó como una ‘llamada divina’, anunció a su familia su decisión de dedicarse a la enfermería y a las matemáticas. Rompiendo los moldes de un mandato familiar con carreras “afines a una mujer” como historia o filosofía natural y moral. No hubo manera de cambiar su posición y lo logró. Es que la profesión estaba asociada a mujeres de la clase trabajadora, nada que ver con una joven culta como Florence que, además, estaba destinada a casarse, sin importar con quién.
Durante los siguientes años, segura de su vocación y de manera autodidacta, se convirtió en una experta frecuentando los centros sanitarios que visitaba en cada uno de sus viajes. Aprovechando sus ventajas, Francia, Italia, Suiza, Grecia o Egipto fueron algunos de sus destinos y su proceso de aprendizaje, sus habilidades literarias y su manera de afrontar vida.
Em agosto de 1853 asumió el cargo de superintendente en el Instituto para el Cuidado de Señoras Enfermas –eran mujeres sin techo– en Londres. Lo dio vuelta. Agua caliente en las habitaciones, ascensores y una bolsa de trabajo fue considerado un milagro.
Tras desatarse la guerra de Crimea, en 1853, entre el Imperio ruso de la dinastía Romanov y la alianza del Reino Unido, Francia, el Imperio otomano y el Reino de Piamonte y Cerdeña por la invasión a Turquía, Florence fue allí. Lo acompañaron sus 39 enfermeras entrenadas por ella. Leales, Inexpertas.
Vocacionales. Solidarias. No importó que se disponía nada de nada. De cada cien víctimas, ochenta eran por los deficientes tratamientos sanitarios. De nuevo, dio vuelta todo. Y el índice de mortalidad bajó rápidamente. Enfermó de fiebre tifoidea, pero no importó y convenció con sus teorías y su trabajo en terreno la necesidad de poner en marcha drásticas reformas higiénicas en los centros hospitalarios. DE aquí y de allá.
Se convirtió en “La dama de la lámpara” cuando cuidaba -con una de ellas en mano- a los soldados en las noches sin estrellas y sin reloj para evitar tanta desolación y que decía que “hay que abstenerse de provocar daño alguno y a «considerar como confidencial toda información que le sea revelada en el ejercicio la profesión, así como todos los asuntos privados de los pacientes”. Fue su juramento y jamás hubo una traición.
Su sentido de la observación indicaba cómo estaba el paciente, la reflexión le marcaba qué había que hacer y la destreza práctica señalaba cómo había que hacerlo; mientras que la formación y la experiencia eran necesarias para saber cómo observar y qué observar; cómo pensar y qué pensar. Lecciones del ayer; tan vigentes como hoy.
Obtuvo la Real Cruz Roja y la Orden del Mérito, las llaves de la ciudad de Londres y fue fuente de inspiración para la creación de la Cruz Rojas Internacional. Sin embargo, no se contentó con la franela oficial y presionó al gobierno británico para mejorar las condiciones sanitarias de la India, una tierra que amó hasta el último de los días sin haberla pisado jamás.
Murió en 1910, en su casa y durmiendo; en paz. Su valioso legado habla de la anchura de su integridad convirtiéndose, primero en expectativa, después en esperanza y con los años en una figura paradigmática.
Pasó más de un siglo de su paso a la inmortalidad; pero sigue siendo ese fantasma visual con ese calor y con aquellas bellas flores en el apogeo de su frescura.
Florence Nigthingale. “La dama de la lámpara”.