26 AGO 2024 - 10:10 | Actualizado 10 NOV 2024 - 18:22

Por Juan Miguel Bigrevich/ Redacción Jornada

Edición: Marcelo Maidana

Tenías las llaves del paraíso. Entre sus labios rojo carmesí. En sus ojos esmeralda y en sus pezones duros como almendra. Y entre sus piernas. Y lo sabía. Se llamaba Margaretha Geertruida y era hija de un modesto sombrerero llamado Adam Zelle, a quien sus vecinos apodaban "el Barón" por sus delirios de grandeza. Un aspiracional. Esos que defienden un modelo que no le pertenece y que lo desprecia., Mientras tanto, ella tuvo una infancia tan feliz como irreal.
Había nacido en Leeuwarden, un pueblo al norte de Países Bajos, Holanda o Nederland; como mejor guste.

A los 6 años, en su primer día de clase en el colegio más caro de la localidad, llegó en una carroza tirada por cabritas blancas enjaezadas con cintas. Sin embargo, esa infancia feliz duró como la luz de un fósforo. Su progenitor huyó con otra mujer y su madre falleció dos años más tarde.

De una exótica belleza, heredada de su madre, muy pronto tomó conciencia del poder que eso podía reportarle.

A los 14 años ingresó en el Instituto Leyden de Amsterdam, con la intención de ser maestra, pero fue expulsada al cabo de dos años, acusada de seducir a su director, un hombre casado de 51.

De allí se fue a vivir con su padrino a La Haya, una ciudad llena de oficiales de las colonias que regresaban de su servicio en las Indias Orientales Holandesas (la actual Indonesia).

Allí conoció a los 19 años al capitán Rudolf Mac Leod, un oficial holandés 20 años mayor que ella, con quien se casó en julio de 1897. En búsqueda de aventuras, acompañó a su esposo, cuando fue destinado a las Colonias de Java y Sumatra.

No fue una estancia feliz.

Mac Leod no tenía dinero, estaba lleno de deudas y tenía un pésimo carácter.

Su primer hijo Norman murió prematuramente, y su esposo cayó en el alcoholismo; pero durante su estadía en la colonia, había aprendido las danzas nativas balinesas.

Luego de cinco años de infeliz matrimonio, tras el divorcio, no obtuvo la custodia de su hija Louise y regresó sola y sin dinero a Europa, hacia 1905, al París de la Belle Époque, donde explotando su natural, enigmática y provocativa belleza, comenzó una nueva vida.

Adoptó el nombre de Mata Hari, un nombre que en malayo significa "amanecer" u "ojo del día" y la rompió con su debut en el Musée Guimet, un museo de arte oriental de París, ante 600 miembros de la élite económica bailando -según ella- una danza sagrada tradicional indonesia.

Su audacia al aparecer semidesnuda en los escenarios, la llevó en poco tiempo a lujosos cabarets y teatros, hasta convertirse en mito sexual de los escenarios parisinos y en una cortesana de lujo extendiéndose su fama por todo el continente.

Viajó por todo el continente, relatando diferentes versiones de una vida tan enigmática y fascinante como inventada.

Esa mezcla de exotismo y misterio, unida a su belleza natural, le permitió acceder a contactos con militares, diplomáticos, políticos y funcionarios de alto rango en las principales capitales: París, Berlín, Montecarlo o Madrid.

Eso le permitió tener también acceso a información privilegiada sobre la política y el desarrollo de la Primera Guerra Mundial que ya había comenzado.
Uno de sus amantes, el cónsul alemán en Ámsterdam, Eugen Kraemer, era también jefe de los servicios secretos alemanes, le ofrece importantes sumas de dinero a cambio de conseguir información del bando francés. Y así se convierte en la agente H-21, en la primavera de 1916.

Por ambición, amor o inconsciencia, poco después ella también aceptó convertirse en agente al servicio de Francia.

Doble juego; doble agente y doble peligro. Lo que fue su perdición.

El servicio secreto francés comenzó a escuchar sus conversaciones telefónicas y leer su correspondencia y bajo la desesperación de capturar a cualquier espía para los desastres de Francia en la guerra la embocaron.

Tras Verdún y el Somme fue descubierta por el espionaje británico, denunciada y detenida por las autoridades francesas a mediados de febrero de 1917. Le tiraron con todo: espionaje, alta traición y ser responsable de la muerte de miles de soldados.

Durante el proceso salieron a la luz sus relaciones íntimas con altos cargos de uno y otro bando. Fue un tembladeral. Nada nuevo. Nada viejo; pero en un juicio sumarísimo y casi sin pruebas concluyentes, fue condenada a muerte, por un tribunal militar.

La madrugada del 15 de octubre, en el castillo de Vincennes, se cumplió la sentencia. Tenía 41. Los soldados la fueron a buscar y ella salió de la bañera desnuda y les convidó chocolates en un casco alemán.

No permitió que le vendaran los ojos, ni que la ataran y lanzó un beso de despedida a sus ejecutores. Como el último acto de su vida de novela.

Terminaba su vida.

Comenzaba su fascinante leyenda... Esa que tuvo más rosas que espinas.

Mata Hari. Un nuevo amanecer.

26 AGO 2024 - 10:10

Por Juan Miguel Bigrevich/ Redacción Jornada

Edición: Marcelo Maidana

Tenías las llaves del paraíso. Entre sus labios rojo carmesí. En sus ojos esmeralda y en sus pezones duros como almendra. Y entre sus piernas. Y lo sabía. Se llamaba Margaretha Geertruida y era hija de un modesto sombrerero llamado Adam Zelle, a quien sus vecinos apodaban "el Barón" por sus delirios de grandeza. Un aspiracional. Esos que defienden un modelo que no le pertenece y que lo desprecia., Mientras tanto, ella tuvo una infancia tan feliz como irreal.
Había nacido en Leeuwarden, un pueblo al norte de Países Bajos, Holanda o Nederland; como mejor guste.

A los 6 años, en su primer día de clase en el colegio más caro de la localidad, llegó en una carroza tirada por cabritas blancas enjaezadas con cintas. Sin embargo, esa infancia feliz duró como la luz de un fósforo. Su progenitor huyó con otra mujer y su madre falleció dos años más tarde.

De una exótica belleza, heredada de su madre, muy pronto tomó conciencia del poder que eso podía reportarle.

A los 14 años ingresó en el Instituto Leyden de Amsterdam, con la intención de ser maestra, pero fue expulsada al cabo de dos años, acusada de seducir a su director, un hombre casado de 51.

De allí se fue a vivir con su padrino a La Haya, una ciudad llena de oficiales de las colonias que regresaban de su servicio en las Indias Orientales Holandesas (la actual Indonesia).

Allí conoció a los 19 años al capitán Rudolf Mac Leod, un oficial holandés 20 años mayor que ella, con quien se casó en julio de 1897. En búsqueda de aventuras, acompañó a su esposo, cuando fue destinado a las Colonias de Java y Sumatra.

No fue una estancia feliz.

Mac Leod no tenía dinero, estaba lleno de deudas y tenía un pésimo carácter.

Su primer hijo Norman murió prematuramente, y su esposo cayó en el alcoholismo; pero durante su estadía en la colonia, había aprendido las danzas nativas balinesas.

Luego de cinco años de infeliz matrimonio, tras el divorcio, no obtuvo la custodia de su hija Louise y regresó sola y sin dinero a Europa, hacia 1905, al París de la Belle Époque, donde explotando su natural, enigmática y provocativa belleza, comenzó una nueva vida.

Adoptó el nombre de Mata Hari, un nombre que en malayo significa "amanecer" u "ojo del día" y la rompió con su debut en el Musée Guimet, un museo de arte oriental de París, ante 600 miembros de la élite económica bailando -según ella- una danza sagrada tradicional indonesia.

Su audacia al aparecer semidesnuda en los escenarios, la llevó en poco tiempo a lujosos cabarets y teatros, hasta convertirse en mito sexual de los escenarios parisinos y en una cortesana de lujo extendiéndose su fama por todo el continente.

Viajó por todo el continente, relatando diferentes versiones de una vida tan enigmática y fascinante como inventada.

Esa mezcla de exotismo y misterio, unida a su belleza natural, le permitió acceder a contactos con militares, diplomáticos, políticos y funcionarios de alto rango en las principales capitales: París, Berlín, Montecarlo o Madrid.

Eso le permitió tener también acceso a información privilegiada sobre la política y el desarrollo de la Primera Guerra Mundial que ya había comenzado.
Uno de sus amantes, el cónsul alemán en Ámsterdam, Eugen Kraemer, era también jefe de los servicios secretos alemanes, le ofrece importantes sumas de dinero a cambio de conseguir información del bando francés. Y así se convierte en la agente H-21, en la primavera de 1916.

Por ambición, amor o inconsciencia, poco después ella también aceptó convertirse en agente al servicio de Francia.

Doble juego; doble agente y doble peligro. Lo que fue su perdición.

El servicio secreto francés comenzó a escuchar sus conversaciones telefónicas y leer su correspondencia y bajo la desesperación de capturar a cualquier espía para los desastres de Francia en la guerra la embocaron.

Tras Verdún y el Somme fue descubierta por el espionaje británico, denunciada y detenida por las autoridades francesas a mediados de febrero de 1917. Le tiraron con todo: espionaje, alta traición y ser responsable de la muerte de miles de soldados.

Durante el proceso salieron a la luz sus relaciones íntimas con altos cargos de uno y otro bando. Fue un tembladeral. Nada nuevo. Nada viejo; pero en un juicio sumarísimo y casi sin pruebas concluyentes, fue condenada a muerte, por un tribunal militar.

La madrugada del 15 de octubre, en el castillo de Vincennes, se cumplió la sentencia. Tenía 41. Los soldados la fueron a buscar y ella salió de la bañera desnuda y les convidó chocolates en un casco alemán.

No permitió que le vendaran los ojos, ni que la ataran y lanzó un beso de despedida a sus ejecutores. Como el último acto de su vida de novela.

Terminaba su vida.

Comenzaba su fascinante leyenda... Esa que tuvo más rosas que espinas.

Mata Hari. Un nuevo amanecer.


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