Malinche

12 AGO 2024 - 10:02 | Actualizado 13 AGO 2024 - 14:28

Por Juan Bigrevich / Redacción Jornada
Podcast: Paloma Caría
Diseño: Marcelo Maidana

Hace un poco más 500 años, unos seres llegaron al continente. Dijeron que escupían fuego, tenían pelo en sus caras pálidas, pechos metalizados y cuerpos, grandes, de seis patas. Venían del este. Y del mar. Los que estaban, estimaron que eran delegados de algo o de alguien.

Especularon que eran de un tal Huitzilopochli, llamado Dios de la guerra que, según contaba la leyenda, se había ido por ese lugar y un día volvería por el mismo sendero por lo suyo.

No estaban tan equivocados. Luego de quemar las naves, tomaron todo lo que consideraban que era de su propiedad, aunque no lo fuera. Y convirtieron en cenizas a una de las ciudades más bellas jamás conocidas: Tenochtitlán.

Los aztecas lo habían recibido y escuchado que tenían un nuevo dios y que era más bueno. Más o menos le creyeron. Le dieron todo el oro. A cambio de una biblia.

A su rey, Moctezuma II, se lo comieron crudo. Los ajenos, primero y los propios, después.

Los aliados locales del áspero Hernán Cortés, que pensaron que los visitantes no iban a ser tan crueles como los mexicanos, festejaron. Sí, estaban equivocados. La única que zafó fue Malinche.

Una potencial princesa autóctona devenida en mercadería de cambio (de local y de visitante).

Subestimada e ignorada hasta por su propia gente, se reinventó y fue la primera agente del contraespionaje americano. Operó para las alianzas con las tribus esclavas, trazó tácticas y estrategias en terrenos desconocidos que le valieron victorias claves a los españoles y fue la voz en los acuerdos. Y bajo el nombre ya católico de Marina, manejó la política y la alcoba de una conquista que parecía improbable.

Fue amante del conquistador español y más tarde de otros señores. Y una sobreviviente. Y considerando que el enemigo de tu enemigo es tu amigo, se llevó puesto un imperio que empezaba a mostrar sus fisuras y que sirvió para sostener a otro más allá de los mares.

Con o sin los dioses de la guerra o de la paz, que para el caso, eran lo mismo.

Malinche. Para los propios un sinónimo de traición y deslealtad. Marina, para los ajenos, de astucia e inteligencia.

12 AGO 2024 - 10:02

Por Juan Bigrevich / Redacción Jornada
Podcast: Paloma Caría
Diseño: Marcelo Maidana

Hace un poco más 500 años, unos seres llegaron al continente. Dijeron que escupían fuego, tenían pelo en sus caras pálidas, pechos metalizados y cuerpos, grandes, de seis patas. Venían del este. Y del mar. Los que estaban, estimaron que eran delegados de algo o de alguien.

Especularon que eran de un tal Huitzilopochli, llamado Dios de la guerra que, según contaba la leyenda, se había ido por ese lugar y un día volvería por el mismo sendero por lo suyo.

No estaban tan equivocados. Luego de quemar las naves, tomaron todo lo que consideraban que era de su propiedad, aunque no lo fuera. Y convirtieron en cenizas a una de las ciudades más bellas jamás conocidas: Tenochtitlán.

Los aztecas lo habían recibido y escuchado que tenían un nuevo dios y que era más bueno. Más o menos le creyeron. Le dieron todo el oro. A cambio de una biblia.

A su rey, Moctezuma II, se lo comieron crudo. Los ajenos, primero y los propios, después.

Los aliados locales del áspero Hernán Cortés, que pensaron que los visitantes no iban a ser tan crueles como los mexicanos, festejaron. Sí, estaban equivocados. La única que zafó fue Malinche.

Una potencial princesa autóctona devenida en mercadería de cambio (de local y de visitante).

Subestimada e ignorada hasta por su propia gente, se reinventó y fue la primera agente del contraespionaje americano. Operó para las alianzas con las tribus esclavas, trazó tácticas y estrategias en terrenos desconocidos que le valieron victorias claves a los españoles y fue la voz en los acuerdos. Y bajo el nombre ya católico de Marina, manejó la política y la alcoba de una conquista que parecía improbable.

Fue amante del conquistador español y más tarde de otros señores. Y una sobreviviente. Y considerando que el enemigo de tu enemigo es tu amigo, se llevó puesto un imperio que empezaba a mostrar sus fisuras y que sirvió para sostener a otro más allá de los mares.

Con o sin los dioses de la guerra o de la paz, que para el caso, eran lo mismo.

Malinche. Para los propios un sinónimo de traición y deslealtad. Marina, para los ajenos, de astucia e inteligencia.


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