Martina Chapanay

19 JUN 2024 - 10:52 | Actualizado 12 AGO 2024 - 10:20

Por Juan Miguel Bigrevich
Podcast: Paloma Caria
Diseño: Marcelo Maidana

Condenada al ostracismo por la historia oficial, fue una guerrera indómita. Brava para los asuntos del amor y de la guerra, se negó al rol de sumisión de las mujeres. Experta en armas blancas fue una afilada espada de cuanta montonera existiere con su lanza, el sable y la daga, la que llevaba en sus botas de gaucho. Vestida como hombre fue una bandolera legendaria en todo Cuyo y un poco más allá.

Nació en San Juan, donde antes había lagunas y pantanos y hoy un desierto, allá por el 1.800. Mestiza e hija única de un cacique huarpe y de una blanca y fue una Robin Hood de su época, ya que al mando de una banda de forajidos, les robaba a los ricos para darle a los pobres; pero también fue una defensora de una política federal sin medias tintas que lo llevó a enfrentar –en batallas reales- a ejército unitarios lejanos y a tropas federales propias cuando se desviaron de su objetivo: enfrentar la corriente “civilizadora” porteña, tan gallarda, tan soberbia, tan ganadora. Tan criminal.

Fue brillante para hacer galopar a caballos en la arena y manejar el cuchillo, cazar animales y muy diestra en el nadar. La mandaron a estudiar bajo una estructura muy rígida, pero cuando pudo escapó, encerrando a su familia educadora en una casa. Utilizó la clásica vestimenta de los gauchos: chiripá, poncho, vincha y botas de potro y no le tembló el pulso para pasar a degüello a quién se le cruzaba. Iracunda, enamoradiza y apasionada. Libre, temida, temible y corajuda; hasta fue chasqui de San Martín en sus cruces de Los Andes.

Peleó contra los sometimientos de la tierra a los que fueron expuestos sus paisanos y con un espíritu guerrero forjado en los despojos, luchó junto a Facundo Quiroga, Nazario Benavidez, Felipe Varela, Ángel Vicente Peñaloza y Severo Chumbita. Renegó del Tigre de los Llanos cuando éste reclutó sus tropas para Rosas y su campaña al desierto y lloró ante la muerte a traición del Chacho a la que vengó años después en un duelo que no fue tal porque su rival se asustó.

Con la muerte del amor de su vida, Agustín Palacios, se quedó sin certezas de tener un hogar y huérfana de batallas se convirtió en bandolera y se cruzó con Cuero Cruz, otro temible ladrón, a quien le perdonó la vida cuando asesinó a una víctima de un asalto por celos; luego de cortarlo con una lanza y poner su daga en el cuello y en el marco de una historia de un amor áspero, de excesos y violencias.

Buena baqueana y rastreadora, tuvo gran olfato y mejor memoria y supo de los comportamientos animales y, cuentan, que a través de su oído distinguía el número de caballos que se acercaban.

Con el estigma de las muertes que la rodearon formó sus propias bandas con reglas establecidas. Sus andanzas se convirtieron en leyenda “La cuadrilla de la Martina reparte lo que roba con los que tienen menos”; “…entre las viudas de las guerras, también”. En los pueblos tuvo amigos y encubridores. Y Judas, también.
Siguió con la costumbre que había adquirido en los caminos: los hombres para calmar los deseos sexuales, los encuentros fugaces, de pocos días, con alguno que la deslumbrara y al que invitaba, cuando no forzaba, para que se quedara ese tiempo con ella.

Cansada del amor urgente, del aliento a alcohol, de fracasos y extrañando a sus muertos, se fue. De vieja, nomás. En Mogna. A los 87 y hace 136 años; aunque algunos dicen por una picadura de serpiente y otros por la mordedura de un puma que cazó. Leyendas urbanas que pululan por los rincones.

Sus hazañas innumerables y heroicas dejaron un recuerdo imborrable en la memoria colectiva del pueblo cuyano. Su imagen de mujer valiente, rayana en la osadía, reclamando vehementemente los derechos de esas provincias empobrecidas, perdura, aunque los libros, las academias y los colegios no hacen referencia alguna a su existencia. Apasionada y principista al extremo, fue emergente natural y víctima de la época y de las circunstancias que le tocaron vivir y que se le escuchó decir que “ser porteño es ser ciudadano exclusivista y ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos”. Nada nuevo.

Se cuenta que un antiguo oficial sanmartiniano, el cura Elacio Bustillos, cubrió su tumba con una laja blanca, sin ninguna inscripción, ya que “todos saben quién está allí”. Hoy, esa tumba, sigue siendo venerada por los nadies. Por los invisibles. Por los que la historia, esa, oficial, ignora. Casi siempre.
Hija del viento Zonda, Martina Chapanay, una mujer condenada por la historia oficial y reivindicada por la memoria de su pueblo. Me hablás de empoderadas. Acá tenés una. La machorra.

19 JUN 2024 - 10:52

Por Juan Miguel Bigrevich
Podcast: Paloma Caria
Diseño: Marcelo Maidana

Condenada al ostracismo por la historia oficial, fue una guerrera indómita. Brava para los asuntos del amor y de la guerra, se negó al rol de sumisión de las mujeres. Experta en armas blancas fue una afilada espada de cuanta montonera existiere con su lanza, el sable y la daga, la que llevaba en sus botas de gaucho. Vestida como hombre fue una bandolera legendaria en todo Cuyo y un poco más allá.

Nació en San Juan, donde antes había lagunas y pantanos y hoy un desierto, allá por el 1.800. Mestiza e hija única de un cacique huarpe y de una blanca y fue una Robin Hood de su época, ya que al mando de una banda de forajidos, les robaba a los ricos para darle a los pobres; pero también fue una defensora de una política federal sin medias tintas que lo llevó a enfrentar –en batallas reales- a ejército unitarios lejanos y a tropas federales propias cuando se desviaron de su objetivo: enfrentar la corriente “civilizadora” porteña, tan gallarda, tan soberbia, tan ganadora. Tan criminal.

Fue brillante para hacer galopar a caballos en la arena y manejar el cuchillo, cazar animales y muy diestra en el nadar. La mandaron a estudiar bajo una estructura muy rígida, pero cuando pudo escapó, encerrando a su familia educadora en una casa. Utilizó la clásica vestimenta de los gauchos: chiripá, poncho, vincha y botas de potro y no le tembló el pulso para pasar a degüello a quién se le cruzaba. Iracunda, enamoradiza y apasionada. Libre, temida, temible y corajuda; hasta fue chasqui de San Martín en sus cruces de Los Andes.

Peleó contra los sometimientos de la tierra a los que fueron expuestos sus paisanos y con un espíritu guerrero forjado en los despojos, luchó junto a Facundo Quiroga, Nazario Benavidez, Felipe Varela, Ángel Vicente Peñaloza y Severo Chumbita. Renegó del Tigre de los Llanos cuando éste reclutó sus tropas para Rosas y su campaña al desierto y lloró ante la muerte a traición del Chacho a la que vengó años después en un duelo que no fue tal porque su rival se asustó.

Con la muerte del amor de su vida, Agustín Palacios, se quedó sin certezas de tener un hogar y huérfana de batallas se convirtió en bandolera y se cruzó con Cuero Cruz, otro temible ladrón, a quien le perdonó la vida cuando asesinó a una víctima de un asalto por celos; luego de cortarlo con una lanza y poner su daga en el cuello y en el marco de una historia de un amor áspero, de excesos y violencias.

Buena baqueana y rastreadora, tuvo gran olfato y mejor memoria y supo de los comportamientos animales y, cuentan, que a través de su oído distinguía el número de caballos que se acercaban.

Con el estigma de las muertes que la rodearon formó sus propias bandas con reglas establecidas. Sus andanzas se convirtieron en leyenda “La cuadrilla de la Martina reparte lo que roba con los que tienen menos”; “…entre las viudas de las guerras, también”. En los pueblos tuvo amigos y encubridores. Y Judas, también.
Siguió con la costumbre que había adquirido en los caminos: los hombres para calmar los deseos sexuales, los encuentros fugaces, de pocos días, con alguno que la deslumbrara y al que invitaba, cuando no forzaba, para que se quedara ese tiempo con ella.

Cansada del amor urgente, del aliento a alcohol, de fracasos y extrañando a sus muertos, se fue. De vieja, nomás. En Mogna. A los 87 y hace 136 años; aunque algunos dicen por una picadura de serpiente y otros por la mordedura de un puma que cazó. Leyendas urbanas que pululan por los rincones.

Sus hazañas innumerables y heroicas dejaron un recuerdo imborrable en la memoria colectiva del pueblo cuyano. Su imagen de mujer valiente, rayana en la osadía, reclamando vehementemente los derechos de esas provincias empobrecidas, perdura, aunque los libros, las academias y los colegios no hacen referencia alguna a su existencia. Apasionada y principista al extremo, fue emergente natural y víctima de la época y de las circunstancias que le tocaron vivir y que se le escuchó decir que “ser porteño es ser ciudadano exclusivista y ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos”. Nada nuevo.

Se cuenta que un antiguo oficial sanmartiniano, el cura Elacio Bustillos, cubrió su tumba con una laja blanca, sin ninguna inscripción, ya que “todos saben quién está allí”. Hoy, esa tumba, sigue siendo venerada por los nadies. Por los invisibles. Por los que la historia, esa, oficial, ignora. Casi siempre.
Hija del viento Zonda, Martina Chapanay, una mujer condenada por la historia oficial y reivindicada por la memoria de su pueblo. Me hablás de empoderadas. Acá tenés una. La machorra.


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