—¡Ya no queda más pan!
—¡Las panaderías no tienen más pan!
Fue entonces que los vecinos se empezaron a llevar a los soldados a sus casas. ¡Había que darles de comer! Era la media tarde.
—Llamás a tu casa, te bañás, comés algo, cómo te vas a ir así.
Supongo que eso estaba prohibido, pero la verdad es que muchos de los oficiales dejaron hacer. Pero no todos tuvieron esa suerte. Se escuchaban gritos desde adentro:
—¡Por favor, avisen a casa! —y a continuación un número de teléfono larguísimo que alguien anotaba donde podía.
—¡Miren que a la noche nos vamos! —gruñó un oficial como si fuera en el patio de la escuela—. ¡El que no esté, se queda!
El soldado que vino a mi casa se llamaba Luis. Fue entonces cuando me pasó eso que decía al principio, que medio me enojé, o me sentí defraudado. Mi papá lo arrastró con suavidad, apoyándole la mano en el hombro, mientras que mamá y yo caminábamos unos pasos atrás y ella me retaba en voz baja:
—No lo vas a molestar, ¿eh? Mirá que tiene que estar tranquilo.
—¡Pero, mamá, yo quiero que me cuente!
—¡Shhh! No se discute.
Cuando llegamos a casa, Luis se sentó con timidez en una punta de la mesa. Parecía agazapado, como a punto de salir corriendo. Pero al mismo tiempo se lo notaba exhausto, sin fuerzas. Había apoyado una mano sobre el mantel con los dedos extendidos. El otro brazo sostenía el peso del cuerpo en la rodilla. La cabeza estaba hundida entre los hombros y tenía la vista clavada en el piso. Noté su pelo revuelto y la barba un poco crecida. El uniforme estaba manchado de carbón y grasa. La verdad es que costaba estar cerca de él: echaba un olor dulzón —mi papá me explicó en voz baja que seguro era de la turba, que es como un carbón que hay en Malvinas— mezclado con mugre. Por suerte, el aroma de la fritura lo tapó un poco. Mamá se puso a cocinar unas milanesas que parecían de dinosaurio.
—Ya estás acá, flaco, tranquilo —le dijo mi papá.
—Sí, señor, sí. Muchas gracias, señor.
—Comés bien, te bañás si querés. ¡Tenés un olor a linyera! Mirá que justo venirte así a una tintorería… —trató de sonar gracioso mi papá.
El chico reparó en las planchas que se veían al fondo de la casa, y sonrió por única vez.
—¡Linyeras! Sí, eso éramos.
—Te presto ropa, te va a ir un poco grande…
—No, no puedo dejar el uniforme, señor. Gracias.
—Bueno, como quieras.
En medio de ese diálogo Luis había levantado la cabeza, y pude verle los ojos. Me dieron miedo, parecían secos. Parecía no mirar a ninguna parte. No se detenían en ninguno de nosotros, como si no estuviéramos ahí, con él. Pero por un instante me miró desde muy lejos, como si me tuviera pena. Me sentí incómodo. Porque no me pareció, entonces, la cara de un soldado. Pero creo que es porque yo tenía once años y para mí él era enorme. Hoy pienso que él también era un chico, con cuerpo de chico, algo más bajo que mi papá, pero tenía una mirada de grande, porque había ido a la guerra. Se hizo un silencio molesto hasta que mi mamá sirvió la comida.
—Comé todo lo que quieras, hago más.
—Está bien, señora, gracias.
Durante unos minutos volvió el silencio. Se escuchaban conversaciones que venían de la calle. Pero en casa, lo único que sonaba era el ir y venir rítmico del cuchillo, interrumpido cada vez que Luis se llevaba el tenedor cargado a la boca. Comió mucho, mientras nosotros lo mirábamos sin probar bocado. Yo me moría de impaciencia. Quería saber de los aviones, de los barcos, de los cañones, quería saber qué había hecho.
—¿Vas a la escuela, vos? —me preguntó de pronto con la boca llena.
—Sí —contesté sacando pecho—, a sexto.
—Tengo una hermana que está en quinto —dijo con sencillez.
Era mi oportunidad. Sin mirar a mi mamá, que me iba a hacer algún gesto para que me callara, le disparé un montón de preguntas:
—Yo les escribí cartas. ¿Recibieron cartas? ¿Cómo son los aviones? ¿Viste a los ingleses? ¿Tenías un cañón?
Luis pareció no escucharme:
—Yo nunca había visto el mar. Lo vi desde el avión, cuando nos llevaron a la isla… Bueno, tampoco nunca había viajado en avión. Y después lo veía desde el cerro, todos los días. Pero en el viaje de vuelta, en el barco inglés…
—En el Canberra —interrumpí.
—Sí, ahí —continuó—. Dormí en una cucheta, con tres amigos. Y nos dieron un desayuno de esos que comen ellos, con jamón y huevos revueltos. Y después, en mitad del viaje, nos dejaron salir a la cubierta del barco a tomar aire, porque había mucho olor a encierro en la panza del barco.
Hizo una pausa y, con el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra, abrió los brazos para darnos la idea de una gran llanura. Su plato estaba vacío.
—Es hermoso el mar. Estaba planchadito cuando nos dejaron salir; antes se había sacudido bastante, dicen, pero yo ni cuenta que me di porque dormí como un tronco. Y nunca vi tanta agua junta, y me sentí en paz.
—¿Y qué más? ¿Qué hiciste en la guerra?
Me miró con esos ojos que me habían asustado, y que se pusieron tristes, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una tira de cartón rojo:
—Cuando subimos al barco, nos dieron esto. Te lo regalo.
Mientras me la entregaba miró fijo a mis papás.
—¡Les agradezco tanto!
Mi mamá lloraba como cuando escuchaba la radio. Mi papá estaba serio y tenía los ojos brillantes. Miré lo que me había dado. El cartón decía:
Me quedé con la tira roja en la mano sin saber qué hacer. Yo era chico y me gustaba jugar a los soldaditos. Y ahora que tenía uno en casa, lo único que me había contado era sobre el desayuno que le habían dado en el barco de vuelta y cuánto le gustaba el mar. Después, alguien me explicó que esa tira era un ticket de equipaje que en el transatlántico les ponían a las valijas, y que le dieron a cada prisionero argentino para ubicarlo en alguna de las cubiertas, en camarotes. Cada soldado tenía un camarote asignado con un número escrito a mano en grandes caracteres. A Luis le tocó el "351". Al final del ticket había un espacio para llenar con este mismo número. Otros dicen que los ingleses se los dieron para burlarse de ellos, porque eran como paquetes que traían de vuelta.
Pero para ese entonces Luis ya se había ido. Porque después de que me dio esa cartulina yo lo miré algo enojado, y ni las gracias le di. Me sentía frustrado. ¿Un cartoncito? ¿Para qué me servía? Yo quería saber de la guerra. De los aviones, de los tanques, de lo que había hecho. Ya atardecía. Papá miró por la ventana y dijo:
—Me parece que deberías ir yendo…
—Sí, señor, sí. Eso es.
Se paró delante de mi mamá:
—Gracias, señora. Gracias de verdad. No sabe lo que vale para mí lo que me dieron hoy.
Mi mamá le pegó un abrazo como para partirlo al medio. Luis me miró y dijo:
—Guardá bien ese recuerdo, ¿eh? Mirá que es de la guerra.
—No es de la guerra… —le dije.
Me miró largamente:
—Vas a ver que sí.
Y me dio la mano. Me sorprendió su apretón firme, él que parecía tan chiquito. Pero sobre todo, su aspereza. Tardó en soltarme. Pude ver el negro de tierra y hollín en las estrías de las manos, debajo de las uñas. Me pareció que iba a pasar mucho tiempo antes de que se le fuera.
—Ya vuelvo —dijo papá.
—Pero vamos con vos…
—Ya vuelvo —insistió con firmeza.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro como cuando lo trajimos a casa, y se lo llevó.
Después, de regreso, nos contó que los soldados habían subido a los camiones, rumbo a Trelew. Yo me acosté con el cartoncito del Canberra arriba de mi mesita de luz. Estoy seguro de que me dormí enojado, pensando en la guerra que no me habían contado y en esa fila de camiones con las lonas bajas, marchando hasta perderse en el horizonte, hacia el aeropuerto, hacia este presente en que escribo porque recién ahora sé por qué esas manos estaban negras y sucias y por qué el chico que comió en casa tenía esa mirada que en aquel momento no entendí.
(Fuente: Infobae)