Por Juan Miguel Bigrevich/ Redacción Jornada
Su enorme talento le permitió crecer, alcanzar la fama, el dinero y cruzar una peligrosa frontera que deriva en la impunidad. Nunca se consideró ser un ejemplo de nada. Pero opinó de todo. Tuvo definiciones muy ocurrentes y otras mejor ni recordarlas. Supo ofrecer gestos sublimes, pero también actitudes abyectas. Fue una contradicción andante. Como cualquiera de nosotros. Tan humano.
Hace cuatro años, a los 60 años, falleció. Con dolores por adentro y por afuera, dijo chau, no va más. Y se fue como ese pájaro rápido y voraz que era. Una marea humana lo acompañó hasta su descanso final. Fue una despedida incomparable a uno de sus artistas más amados.
Porque nos dio felicidad. Los que lo vimos pleno, los que vieron a la leyenda, los que aclamaron su sombra y los que acecharon su fracaso.
Transmitió al mundo su arte envasado en un físico retacón exponiendo su imagen de rebelde con y sin causa dentro y fuera de las canchas. Y condujo, con la rabia de los hambrientos de gloria, a sus equipos que por muchas razones quedarán en la historia.
Su mirada altiva y desafiante; torva y desconfiada la siguió por todos lados. Y fue dueño de su propio estilo y una personalidad desbordante que se impuso sin hablar, por simple acto de presencia, por natural transmisión de superioridad. Moderno César al volver a Roma tras una nueva conquista en su apogeo hormonal hizo vibrar a un pueblo entero con su magia, y era -antes de su muerte- una sombra cruel de su propio eclipse.
En las retinas sigue siendo esa fantasía visual. De cuna marginal. De una niñez carenciada y de una mayoría de edad plagada de excesos. Y se escuchan los gritos de una muchedumbre que parecen rebotar desde algún eco lejano. Y se ven. Sus emociones. Y las nuestras.
Hoy, mañana y pasado habrá reconocimientos por doquier. Se dirán obviedades y se contarán anécdotas incomprobables. Y, por supuesto pasarán sus jugadas memorables y sus arrebatos. Gladiador de mil batallas que nunca dio ni pidió tregua. Se fue el mejor jugador de todos en el juego que mejor juegan los argentinos. Diego. El que hizo salir a la calle a una Bangladesh fracturada tras sus goles a la pérfida Albion. Diego.
El padre abandónico. Diego. El que hizo una huelga para que los de la Primera D cobren. Algo. Diego. El de la marca registrada. Diego. El de los días felices en tiempos aciagos. Diego. El fiestero. Diego. El que le daba de comer a los chicos de La Candela. Diego. El crack. Diego. El provocador. Diego. El falopero. Diego. El corajudo. Diego. El contradictorio. Diego. El hombre. Diego. El desprotegido. El de la mano de Dios y el de la zurda del diablo. Siempre Diego. El Pelusa de Fiorito. Que se apellida Maradona. El devorado por esa droga letal llamada exitoína que no suele salir en ningún control antidopaje.
Ese que con la sola mención de su nombre consigue dibujar una sonrisa, henchir de orgullo los corazones y modular las voces con el timbre del entusiasmo. El del nacimiento de la leyenda de un pobre y pequeño mortal que ayudó a un país a superar sus tristezas, más allá que las desdichas vuelven irremediablemente y ya no exista un Diego disponible. El que se fue a volar y nunca más lo atraparon.
El que hizo la vida un poco más divertida.
Por Juan Miguel Bigrevich/ Redacción Jornada
Su enorme talento le permitió crecer, alcanzar la fama, el dinero y cruzar una peligrosa frontera que deriva en la impunidad. Nunca se consideró ser un ejemplo de nada. Pero opinó de todo. Tuvo definiciones muy ocurrentes y otras mejor ni recordarlas. Supo ofrecer gestos sublimes, pero también actitudes abyectas. Fue una contradicción andante. Como cualquiera de nosotros. Tan humano.
Hace cuatro años, a los 60 años, falleció. Con dolores por adentro y por afuera, dijo chau, no va más. Y se fue como ese pájaro rápido y voraz que era. Una marea humana lo acompañó hasta su descanso final. Fue una despedida incomparable a uno de sus artistas más amados.
Porque nos dio felicidad. Los que lo vimos pleno, los que vieron a la leyenda, los que aclamaron su sombra y los que acecharon su fracaso.
Transmitió al mundo su arte envasado en un físico retacón exponiendo su imagen de rebelde con y sin causa dentro y fuera de las canchas. Y condujo, con la rabia de los hambrientos de gloria, a sus equipos que por muchas razones quedarán en la historia.
Su mirada altiva y desafiante; torva y desconfiada la siguió por todos lados. Y fue dueño de su propio estilo y una personalidad desbordante que se impuso sin hablar, por simple acto de presencia, por natural transmisión de superioridad. Moderno César al volver a Roma tras una nueva conquista en su apogeo hormonal hizo vibrar a un pueblo entero con su magia, y era -antes de su muerte- una sombra cruel de su propio eclipse.
En las retinas sigue siendo esa fantasía visual. De cuna marginal. De una niñez carenciada y de una mayoría de edad plagada de excesos. Y se escuchan los gritos de una muchedumbre que parecen rebotar desde algún eco lejano. Y se ven. Sus emociones. Y las nuestras.
Hoy, mañana y pasado habrá reconocimientos por doquier. Se dirán obviedades y se contarán anécdotas incomprobables. Y, por supuesto pasarán sus jugadas memorables y sus arrebatos. Gladiador de mil batallas que nunca dio ni pidió tregua. Se fue el mejor jugador de todos en el juego que mejor juegan los argentinos. Diego. El que hizo salir a la calle a una Bangladesh fracturada tras sus goles a la pérfida Albion. Diego.
El padre abandónico. Diego. El que hizo una huelga para que los de la Primera D cobren. Algo. Diego. El de la marca registrada. Diego. El de los días felices en tiempos aciagos. Diego. El fiestero. Diego. El que le daba de comer a los chicos de La Candela. Diego. El crack. Diego. El provocador. Diego. El falopero. Diego. El corajudo. Diego. El contradictorio. Diego. El hombre. Diego. El desprotegido. El de la mano de Dios y el de la zurda del diablo. Siempre Diego. El Pelusa de Fiorito. Que se apellida Maradona. El devorado por esa droga letal llamada exitoína que no suele salir en ningún control antidopaje.
Ese que con la sola mención de su nombre consigue dibujar una sonrisa, henchir de orgullo los corazones y modular las voces con el timbre del entusiasmo. El del nacimiento de la leyenda de un pobre y pequeño mortal que ayudó a un país a superar sus tristezas, más allá que las desdichas vuelven irremediablemente y ya no exista un Diego disponible. El que se fue a volar y nunca más lo atraparon.
El que hizo la vida un poco más divertida.