En la tarde del sábado, hubo una historia repetida y de la que esperábamos no volviese a ocurrir. Una patota identificada con el club de Defensores de la Ribera (entre jugadores e hinchas) agredió física y emocionalmente al periodista y reportero gráfico de Jornada Medios, Leonardo Lugo y Sergio Esparza respectivamente. El ataque no fue exclusivo a los trabajadores de este Medio. Para no andar mezquinando, también fueron embestidos efectivos policiales y colegas de otros grupos periodísticos. Incluso, quedaron como rehenes durante 40 minutos en la zona de vestuarios ante el temor de una nueva represalia.
¿El pretexto? La derrota por penales ante J.J. Moreno tras igualar en blanco en el marcador por los Cuartos de Final del Torneo Clausura de la Liga de Fútbol Valle del Chubut y que significó la eliminación del conjunto capitalino.
Nada nuevo. Tampoco nada viejo. Impresentable. Por donde se lo mire.
Es que producto de una costumbre desprovista de fantasía y pensando todo a ras del suelo, los identificados con los colores verde y amarillo cuestionan todo y a todos y viviendo al borde de lo novelesco. Allí nunca es fácil separar cuál es la realidad y qué hechos, al parecer verdaderos, son también imaginarios. Condenada a una nostalgia eterna con adjetivaciones de no se sabe que realidad, perduran encrispados por lo que el otro hace, dice o piensa y se sorprende mirando el árbol, descuidando el hábito de cuidar el bosque.
En esa actitud, nace la intolerancia sin medir consecuencias. Con una moralidad de catecismo, sus habitantes cruzan el mundo a hurtadillas y temerosos de que alguien pueda reprocharles la osadía de existir en vano, como unos contrabandistas de la vida, secándose poquito a poco. Un mundo de todos contra todos, disfrutando la desgracia ajena y el éxito con los indeseables. Vegetando con malicia y feliz con las intrigas.
Con un sistema de coartadas simples y elementales y que sirven para lavar conciencias, los entusiasmos son exclusivamente propios y las culpas, por supuesto, ajenas. Como las responsabilidades. Casi un resumen perfecto de una realidad sin contraseñas. Sólo la alarmante pérdida de contacto con la realidad y la onmipotencia puede negar esta realidad demoledora.
Ojalá que en sus momentos de reflexión, Defensores de la Ribera haya dejado de buscar culpables y se haya señalado, a sí mismo, como el único arquitecto de su destino. Si lo logra, habrá conseguido algo muy importante. Nada menos que la verdad, la que tendrá más espinas que rosas, pero la que cerrará las voces de las críticas para abrir las del asombro. Caso contrario, no merecerá, siquiera, el desprecio, que fustiga a los perversos, mucho menos la apología, reservada a los virtuosos.
En la tarde del sábado, hubo una historia repetida y de la que esperábamos no volviese a ocurrir. Una patota identificada con el club de Defensores de la Ribera (entre jugadores e hinchas) agredió física y emocionalmente al periodista y reportero gráfico de Jornada Medios, Leonardo Lugo y Sergio Esparza respectivamente. El ataque no fue exclusivo a los trabajadores de este Medio. Para no andar mezquinando, también fueron embestidos efectivos policiales y colegas de otros grupos periodísticos. Incluso, quedaron como rehenes durante 40 minutos en la zona de vestuarios ante el temor de una nueva represalia.
¿El pretexto? La derrota por penales ante J.J. Moreno tras igualar en blanco en el marcador por los Cuartos de Final del Torneo Clausura de la Liga de Fútbol Valle del Chubut y que significó la eliminación del conjunto capitalino.
Nada nuevo. Tampoco nada viejo. Impresentable. Por donde se lo mire.
Es que producto de una costumbre desprovista de fantasía y pensando todo a ras del suelo, los identificados con los colores verde y amarillo cuestionan todo y a todos y viviendo al borde de lo novelesco. Allí nunca es fácil separar cuál es la realidad y qué hechos, al parecer verdaderos, son también imaginarios. Condenada a una nostalgia eterna con adjetivaciones de no se sabe que realidad, perduran encrispados por lo que el otro hace, dice o piensa y se sorprende mirando el árbol, descuidando el hábito de cuidar el bosque.
En esa actitud, nace la intolerancia sin medir consecuencias. Con una moralidad de catecismo, sus habitantes cruzan el mundo a hurtadillas y temerosos de que alguien pueda reprocharles la osadía de existir en vano, como unos contrabandistas de la vida, secándose poquito a poco. Un mundo de todos contra todos, disfrutando la desgracia ajena y el éxito con los indeseables. Vegetando con malicia y feliz con las intrigas.
Con un sistema de coartadas simples y elementales y que sirven para lavar conciencias, los entusiasmos son exclusivamente propios y las culpas, por supuesto, ajenas. Como las responsabilidades. Casi un resumen perfecto de una realidad sin contraseñas. Sólo la alarmante pérdida de contacto con la realidad y la onmipotencia puede negar esta realidad demoledora.
Ojalá que en sus momentos de reflexión, Defensores de la Ribera haya dejado de buscar culpables y se haya señalado, a sí mismo, como el único arquitecto de su destino. Si lo logra, habrá conseguido algo muy importante. Nada menos que la verdad, la que tendrá más espinas que rosas, pero la que cerrará las voces de las críticas para abrir las del asombro. Caso contrario, no merecerá, siquiera, el desprecio, que fustiga a los perversos, mucho menos la apología, reservada a los virtuosos.