Marcelo Liquín, el sentido del carnaval puneño, las diabladas y otras yerbas en la provincia de Jujuy

Según recordó, “por la costumbre de los collas, no pasábamos bailando frente a la iglesia, como una forma de respeto. Pero al rato ya éramos medio Satanás y no aparecíamos por misa hasta que la fiesta terminaba”.

06 FEB 2024 - 17:57 | Actualizado 06 FEB 2024 - 18:03

Marcelo Liquín llegó en 1986 a la Comarca Andina con el grupo jujeño “Abrapampa”. Pronto descubrió que El Bolsón era su lugar en el mundo y se quedó. Desde entonces, es un referente de la música andina, luthier y un ícono en la feria regional de artesanos de plaza Pagano, donde vende sus instrumentos a los turistas.

Con su indiscutible tonada norteña, aseguró que “los carnavales en la puna son un momento único, donde la gente expresa la cultura popular y la alegría propia del mundo andino”.

Puntualmente, se trata de una tradición ancestral, pagana y única, entre los cerros de múltiples colores que identifican el paisaje. Un ritual alegre, mítico y sagrado de almas danzantes que fusionan el pasado colonial, occidental y cristiano, con las raíces originarias y el presente.

Desde su óptica, “en esa zona pegó muy fuerte la conquista y el calendario litúrgico cristiano quedó arraigado. Pero este pueblo no abandonó sus creencias anteriores como el agradecimiento por todo lo natural, porque todo sale de la tierra y de ahí también sacamos el carnaval. Se pide permiso a la Pachita y a la Pachamama, al diablito se le pide por todo el año”.


Asimismo, Marcelo Liquín recordó su infancia en la provincia de Jujuy, donde “mi abuela charlaba sobre la evangelización de los jesuitas, la misa y su complementación con el carnaval. La gente del lugar aceptó la palabra de Dios con respeto, pero también pidió mantener sus costumbres”.

Valoró que el carnaval “es todo alegría, por la cosecha, los animales, por lo bien que está yendo. Entonces, se despierta el diablito y hay que festejar: en la apacheta, todos los presentes agregan una piedra blanca más pidiendo por la unión de toda la comunidad o de la familia, un símbolo que queda para todo el año. Pero cuando llega febrero la sacan y comienzan a agradecer”.

Enseguida graficó que “el domingo arranca el carnaval grande, cuando se predispone al desentierro del Pujllay, que no es el diablo señalado por el catolicismo, sino una figura que invita a al júbilo compartido” (suele ser un muñeco de tela y no representa el mal en absoluto).

“Es cuando arrancan las comparsas que recorren las calles del pueblo, bailando y cantando al compás de antas y bombos, revoleando los ponchos y formando rondas coloridas al ritmo del carnavalito”, detalló.

Entre baile y baile, “se pueden saborear empanadas, queso de cabra, choclo y asado de cordero. Para tomar, siempre hay chicha de maní y de maíz, clericó y el yerbiao, donde en un jarro grande se pone alcohol, cáscara de naranja y canela, que se pasa de mano en mano. Además, nunca falta la coca que quita el sueño”.

Según describe, “ahora hay muchos carnavales en el norte del país: el de las flores, del remache, de las Yungas, todos con concursos de disfraces y comparsas, todos tienen su manera de celebrar. Después, cada comunidad tiene su salón de baile”.
Acerca de las vestimentas llamativas, donde sobresalen los trajes de diablo con capas de cascabeles, figuras, espejos y cuernos, Liquín explicó que “son los más fuertes, los jefes que dirigen, mientras que la mujer le sigue, pero también está autorizada para endiablarse hasta que terminan los festejos”.

Tradiciones

No obstante aclaró que “es muy diferente el carnaval de la Quebrada de Humahuaca, donde todo está armado para el turismo, al de la puna, que es mucho más auténtico porque está protagonizado por la gente de campo, con sus tradiciones y sus creencias”.

“Cuando tengo la suerte de ir, me visto como ellos, con mi sombrero como si nunca me hubiese ido del pago, si bien les llama la atención que nunca se me fue la tonada”, señaló.

Sumó que “cuando era joven, según la costumbre de los collas, no pasábamos bailando frente a la iglesia, era una forma de respeto. Pero al rato ya éramos medio Satanás y no aparecíamos por misa hasta que la fiesta terminaba” (se ríe).

Luego de tres décadas viviendo en la región andina, Liquín comparó que “la gente del sur es más fría para conmemorar el carnaval, quizás porque la conquista aquí fue más fuerte. En cambio, en el norte fueron culturas que se complementaron”.

06 FEB 2024 - 17:57

Marcelo Liquín llegó en 1986 a la Comarca Andina con el grupo jujeño “Abrapampa”. Pronto descubrió que El Bolsón era su lugar en el mundo y se quedó. Desde entonces, es un referente de la música andina, luthier y un ícono en la feria regional de artesanos de plaza Pagano, donde vende sus instrumentos a los turistas.

Con su indiscutible tonada norteña, aseguró que “los carnavales en la puna son un momento único, donde la gente expresa la cultura popular y la alegría propia del mundo andino”.

Puntualmente, se trata de una tradición ancestral, pagana y única, entre los cerros de múltiples colores que identifican el paisaje. Un ritual alegre, mítico y sagrado de almas danzantes que fusionan el pasado colonial, occidental y cristiano, con las raíces originarias y el presente.

Desde su óptica, “en esa zona pegó muy fuerte la conquista y el calendario litúrgico cristiano quedó arraigado. Pero este pueblo no abandonó sus creencias anteriores como el agradecimiento por todo lo natural, porque todo sale de la tierra y de ahí también sacamos el carnaval. Se pide permiso a la Pachita y a la Pachamama, al diablito se le pide por todo el año”.


Asimismo, Marcelo Liquín recordó su infancia en la provincia de Jujuy, donde “mi abuela charlaba sobre la evangelización de los jesuitas, la misa y su complementación con el carnaval. La gente del lugar aceptó la palabra de Dios con respeto, pero también pidió mantener sus costumbres”.

Valoró que el carnaval “es todo alegría, por la cosecha, los animales, por lo bien que está yendo. Entonces, se despierta el diablito y hay que festejar: en la apacheta, todos los presentes agregan una piedra blanca más pidiendo por la unión de toda la comunidad o de la familia, un símbolo que queda para todo el año. Pero cuando llega febrero la sacan y comienzan a agradecer”.

Enseguida graficó que “el domingo arranca el carnaval grande, cuando se predispone al desentierro del Pujllay, que no es el diablo señalado por el catolicismo, sino una figura que invita a al júbilo compartido” (suele ser un muñeco de tela y no representa el mal en absoluto).

“Es cuando arrancan las comparsas que recorren las calles del pueblo, bailando y cantando al compás de antas y bombos, revoleando los ponchos y formando rondas coloridas al ritmo del carnavalito”, detalló.

Entre baile y baile, “se pueden saborear empanadas, queso de cabra, choclo y asado de cordero. Para tomar, siempre hay chicha de maní y de maíz, clericó y el yerbiao, donde en un jarro grande se pone alcohol, cáscara de naranja y canela, que se pasa de mano en mano. Además, nunca falta la coca que quita el sueño”.

Según describe, “ahora hay muchos carnavales en el norte del país: el de las flores, del remache, de las Yungas, todos con concursos de disfraces y comparsas, todos tienen su manera de celebrar. Después, cada comunidad tiene su salón de baile”.
Acerca de las vestimentas llamativas, donde sobresalen los trajes de diablo con capas de cascabeles, figuras, espejos y cuernos, Liquín explicó que “son los más fuertes, los jefes que dirigen, mientras que la mujer le sigue, pero también está autorizada para endiablarse hasta que terminan los festejos”.

Tradiciones

No obstante aclaró que “es muy diferente el carnaval de la Quebrada de Humahuaca, donde todo está armado para el turismo, al de la puna, que es mucho más auténtico porque está protagonizado por la gente de campo, con sus tradiciones y sus creencias”.

“Cuando tengo la suerte de ir, me visto como ellos, con mi sombrero como si nunca me hubiese ido del pago, si bien les llama la atención que nunca se me fue la tonada”, señaló.

Sumó que “cuando era joven, según la costumbre de los collas, no pasábamos bailando frente a la iglesia, era una forma de respeto. Pero al rato ya éramos medio Satanás y no aparecíamos por misa hasta que la fiesta terminaba” (se ríe).

Luego de tres décadas viviendo en la región andina, Liquín comparó que “la gente del sur es más fría para conmemorar el carnaval, quizás porque la conquista aquí fue más fuerte. En cambio, en el norte fueron culturas que se complementaron”.


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