Podría decirse que para el Gordo Soriano, la Vida fue un largo enero sanlorencista.“Dentro de algunos años sus nombres se pronunciarán con el fervor con que hoy decimos los de Martino, Sanfilippo, Telch, Cocco y Albrecht. Y el de un tal Cancino, que hace casi cuarenta años sacó una pelota imposible sobre la raya. Pueden pedir lo que quieran y les será concedido. Ganaron con los colores que yo sólo pude vestir en mis sueños”. <br /><br />Osvaldo Soriano estaba en Francia, escribiendo una novela, cuando a la velocidad del deseo cumplía con un doble deber: escribir una columna sobre el flamante campeón del Clausura de 1995, su San Lorenzo, y dejar sentado que en ese momento no existía goce superior, aunque proviniera de un conjunto de muchachos que había que mirar con buenos ojos para reconocer virtudes que les permitieran ganarse un lugarcito en la historia con nombre propio, como afirmaba el Gordo, más allá de que el tiempo y las estadísticas no los borraran. Eran campeones y lo demás no figuraba en la cuenta del hincha, ni aquellos ni estos.<br /><br />Era su último San Lorenzo campeón, y estaba en esa Francia donde años antes había vivido la peor de las circunstancias de un hincha, irse al descenso, en el momento más espantoso del país en el que había nacido y del que se tuvo que ir para que la vida tuviera más chances de hacer explotar un crack de las letras y del compromiso con aquellos valores que hacen de la dignidad humana una condición tan bella.<br /><br />El avance tecnológico, no tan brutal como el actual, le permitió seguir por teléfono ese partido acortando los 11.000 kilómetros de distancia. Y disfrutar con el gol del Gallego González y saber que Independiente había dado una mano generosa que bajó de la punta a Gimnasia esa última fecha para colocar en el escalón más elevado y en soledad a San Lorenzo.<br /><br />Nada que ver con aquello otro. Estar en el irremediable exilio en París, con genocidas que llevaban casi un lustro ocupando un territorio, instituciones, demoliendo organizaciones y organizadores, en ese agosto del 81, el de la lágrima dentro del llanto, esa que ocupa el lugar que la pasión decide, aunque ideas y sentimientos se hayan venido cruzando por otra cosa durante esos cuatro años. La llamada desde un teléfono público a la redacción de un diario, un periodista amigo que atiende, una respuesta que no se quería escuchar pero que llega: “están en la B”. Y el retorno a esa vieja casona del barrio latino de París, donde alguna vez alguien contó que frente al inodoro el Gordo Soriano tenía pegado un poster con los Matadores del 68 y cerca de allí, en el mismo baño, una camiseta con el 8 que había sido de Oscar Coco Rossi: “San Lorenzo merece el lugar más placentero de mi casa”.<br /><br />Eso fue Soriano para San Lorenzo, el intermediario adecuado para que las cosas más sencillas y complejas de la vida ubicaran las palabras que mejor las expresaban, el clima justo, la tonalidad correspondiente, para entrarle a la realidad más cruda, al detalle más fino, la fantasía más inverosímil, el recuerdo que no podía permanecer en una memoria solitaria con tendencia a la dispersión.<br /><br />Cuando, en enero de 1943, el Gordo nació en Mar del Plata ésta ya era el paradigma de la ciudad balnearia pero faltaban 25 años para que el fútbol armara su primer “Torneo de Verano”, aquél antídoto contra la abstinencia futbolera, que, como no podía ser de otro modo, terminó con la Copa en manos de San Lorenzo. Pero ese 6 de enero del 43 los hinchas del Ciclón mostraban orgullosos su primer único goleador absoluto del campeonato recién finalizado, Rinaldo Martino, de un equipo que jugaba como quería que jugaran sus equipos Mister Peregrino Fernández –un producto del talento del Gordo-, el técnico que dirigió años más tarde al alter-ego de Soriano en el club Confluencia, en Cipoletti: todos al ataque era la filosofía. El testimonio de la imaginación del Gordo y su experiencia como centrodelantero en la Patagonia Argentina, no nos deja mentir.<br /><br />Soriano nació subcampeón y el mismo día, cuatro años después, no sólo ya era un flamante campeón sino que su San Lorenzo era presentado en el San Mamés (frente al Athlétic de Bielsa, diríamos hoy) como el mejor equipo del mundo. Así, sin vueltas. No era para menos, el primer día de ese 1947 le había ganado 7 a 5 a la Selección de España, en el estadio del Barça, el azulgrana penínsular.<br /><br />Futbolista a mitad de camino, frustrado suena muy fuerte, Soriano constituyó con El Negro Roberto Fontanarrosa una dupla insuperable en eso de hablar y contar el fútbol y sus historias desde la literatura, con especial atención, de parte del Gordo, en dejar asentado que el mundo de la pelota era descripto con una camiseta de San Lorenzo, puesta y con otra frente a la máquina, aunque alguna vez se lo cuestionara por ello desde el mundo de las letras enojadas con todo aquello que no formara parte de sus “códigos” (también en otros ámbitos se tienen, no sólo en el del fútbol), donde el elitismo marca el paso.<br /><br />“- Pero después fuiste a San Lorenzo, con el Toto. Me acuerdo: Doval, Rendo, Arean, vos y el Manco Casa, le dijo un Mister Peregrino Fernández “casi ciego, con las piernas duras en una silla de ruedas” al alter-ego del Gordo<br /><br />-Me quedé soñando un rato, como si lo que él creía recordar hubiese dio cierto,<br /><br />-No, yo me lesioné y quedé mal. El que estaba en San Lorenzo era el Bambino Veira…” contestó un futbolista-escritor, cuervo de alma, que nunca perdía la ocasión de pasar el aviso de su pasión. En ese y en tantos textos donde no se sabía bien que cosa era la excusa de que cosa: si la pelota para escribir, si la escritura para hablar de la pelota. Pero, no era necesario, Soriano resolvía esa contradicción de taquito.<br /><br />“(...) Aquella aventura de un puñado de pibes en la primera década del siglo es común al nacimiento de todos los clubes de Buenos Aires. Un fenómeno cultural que ha impregnado la vida argentina y que, en el caso de San Lorenzo, me parece una parábola ejemplar del fulgor y la decadencia de una sociedad”, escribió pulcro, casi solemne Soriano, para presentar una historia en la que juntó, en 1973 –en enero, su mes- a dos jugadores y fundadores del club de Boedo, Francisco Xarau y Luis Giannella.<br /><br />“Entre los hinchas de San Lorenzo de Almagro que festejaron alborozados la conquista de los títulos de 1972, caminaba un hombre de 79 años, de rostro seco como una cáscara de nuez, de ojos desteñidos que sólo podían permitirse una mirada lejana. No sintió los habituales dolores en el hígado y en la nariz, quebrada sesenta años atrás por un pelotazo. En el bolsillo trasero del pantalón guardaba una billetera de cuero gastado, abrigo de doscientos pesos, un carnet de socio vitalicio de San Lorenzo y una medalla de oro. Nadie lo reconoció, nadie le agradeció nada. Cuando llegó a la pensión de la calle Monte al 3.700, se encerró en su pieza de tres por tres, sacó el calentador de querosén, peló tres papas y las puso a hervir. Se sentó en la única silla, prendió la radio y escuchó cómo la gloria caía sobre un grupo de hombres que se ganan holgadamente la vida con el fútbol”. Francisco Xarau, el fundador y centrodelantero de San Lorenzo en 1915 era un prócer olvidado al que fue en su rescate una sensibilidad descomunal, un hincha imbatible, un periodista observador, un escritor capaz de vaciar de contenido aquello de lo inexplicable de los sentimientos, de la imposibilidad de que las palabras cumplan con su cometido, aunque a veces no sean necesarias.<br /><br />En esa larga nota Xarau y Gianella eran San Lorenzo en persona contándole al futuro autor de No habrá más penas ni olvidos, de Cuarteles de Invierno, de A sus plantas rendido un león, una Sombra ya pronto serás, de El Ojo de la patria, de Triste, Solitario y final, qué había sido crear un club, volverlo a crear, buscar lugares, rivales, canchas, creer en un cura, definir sus colores. E irse yendo para quedar como socios vitalicios de una sola cifra, como lo eran en el momento en que estaban con Soriano, a horas de ser los primeros bicampeones en ese 1972 que acababa de terminar.<br /><br />¿Cómo suponer la noche negra que vendría poco tiempo después, cuando la dictadura se quedaba con las vidas que quería, cuando el exilio forzado era un dolor único, inmenso, donde desaparecían compañeros, ilusiones; donde el Gasómetro cambiaba de rubro y el descenso ya no era un problema de otros, algo que nunca formaría parte de una preocupación?<br /><br />Como nada de eso se trató de una ridiculez, se pudo volver. Del exilio, de la B, de deambular por estadios extraños. Y gritar campeón, como Soriano gritó, a mediados de los 90, cuando ese fumador tan empedernido como Cuervo no dejaba de ver que el futuro era azulgrana mientras no paraba de castigar ni un minuto al país menemista y a su expresión más lograda, el propio jefe.<br /><br />Y fue también en enero, el 29, en 1997, cuando el Gordo emprendió la retirada. Con el mes yéndose. Y Manuel, el hijo de seis años de Soriano, se encargó ese día de recoger el legado del Gordo, cuando en la sede de la UTPBA (el gremio de los periodistas, donde la familia decidió velarlo) su pequeña figura apareció en medio de la congoja con la camiseta de San Lorenzo puesta. Y nunca se la sacó.<br /><br /><em>(Fuente: www.11wsports.com)</em><br /><br />
Podría decirse que para el Gordo Soriano, la Vida fue un largo enero sanlorencista.“Dentro de algunos años sus nombres se pronunciarán con el fervor con que hoy decimos los de Martino, Sanfilippo, Telch, Cocco y Albrecht. Y el de un tal Cancino, que hace casi cuarenta años sacó una pelota imposible sobre la raya. Pueden pedir lo que quieran y les será concedido. Ganaron con los colores que yo sólo pude vestir en mis sueños”. <br /><br />Osvaldo Soriano estaba en Francia, escribiendo una novela, cuando a la velocidad del deseo cumplía con un doble deber: escribir una columna sobre el flamante campeón del Clausura de 1995, su San Lorenzo, y dejar sentado que en ese momento no existía goce superior, aunque proviniera de un conjunto de muchachos que había que mirar con buenos ojos para reconocer virtudes que les permitieran ganarse un lugarcito en la historia con nombre propio, como afirmaba el Gordo, más allá de que el tiempo y las estadísticas no los borraran. Eran campeones y lo demás no figuraba en la cuenta del hincha, ni aquellos ni estos.<br /><br />Era su último San Lorenzo campeón, y estaba en esa Francia donde años antes había vivido la peor de las circunstancias de un hincha, irse al descenso, en el momento más espantoso del país en el que había nacido y del que se tuvo que ir para que la vida tuviera más chances de hacer explotar un crack de las letras y del compromiso con aquellos valores que hacen de la dignidad humana una condición tan bella.<br /><br />El avance tecnológico, no tan brutal como el actual, le permitió seguir por teléfono ese partido acortando los 11.000 kilómetros de distancia. Y disfrutar con el gol del Gallego González y saber que Independiente había dado una mano generosa que bajó de la punta a Gimnasia esa última fecha para colocar en el escalón más elevado y en soledad a San Lorenzo.<br /><br />Nada que ver con aquello otro. Estar en el irremediable exilio en París, con genocidas que llevaban casi un lustro ocupando un territorio, instituciones, demoliendo organizaciones y organizadores, en ese agosto del 81, el de la lágrima dentro del llanto, esa que ocupa el lugar que la pasión decide, aunque ideas y sentimientos se hayan venido cruzando por otra cosa durante esos cuatro años. La llamada desde un teléfono público a la redacción de un diario, un periodista amigo que atiende, una respuesta que no se quería escuchar pero que llega: “están en la B”. Y el retorno a esa vieja casona del barrio latino de París, donde alguna vez alguien contó que frente al inodoro el Gordo Soriano tenía pegado un poster con los Matadores del 68 y cerca de allí, en el mismo baño, una camiseta con el 8 que había sido de Oscar Coco Rossi: “San Lorenzo merece el lugar más placentero de mi casa”.<br /><br />Eso fue Soriano para San Lorenzo, el intermediario adecuado para que las cosas más sencillas y complejas de la vida ubicaran las palabras que mejor las expresaban, el clima justo, la tonalidad correspondiente, para entrarle a la realidad más cruda, al detalle más fino, la fantasía más inverosímil, el recuerdo que no podía permanecer en una memoria solitaria con tendencia a la dispersión.<br /><br />Cuando, en enero de 1943, el Gordo nació en Mar del Plata ésta ya era el paradigma de la ciudad balnearia pero faltaban 25 años para que el fútbol armara su primer “Torneo de Verano”, aquél antídoto contra la abstinencia futbolera, que, como no podía ser de otro modo, terminó con la Copa en manos de San Lorenzo. Pero ese 6 de enero del 43 los hinchas del Ciclón mostraban orgullosos su primer único goleador absoluto del campeonato recién finalizado, Rinaldo Martino, de un equipo que jugaba como quería que jugaran sus equipos Mister Peregrino Fernández –un producto del talento del Gordo-, el técnico que dirigió años más tarde al alter-ego de Soriano en el club Confluencia, en Cipoletti: todos al ataque era la filosofía. El testimonio de la imaginación del Gordo y su experiencia como centrodelantero en la Patagonia Argentina, no nos deja mentir.<br /><br />Soriano nació subcampeón y el mismo día, cuatro años después, no sólo ya era un flamante campeón sino que su San Lorenzo era presentado en el San Mamés (frente al Athlétic de Bielsa, diríamos hoy) como el mejor equipo del mundo. Así, sin vueltas. No era para menos, el primer día de ese 1947 le había ganado 7 a 5 a la Selección de España, en el estadio del Barça, el azulgrana penínsular.<br /><br />Futbolista a mitad de camino, frustrado suena muy fuerte, Soriano constituyó con El Negro Roberto Fontanarrosa una dupla insuperable en eso de hablar y contar el fútbol y sus historias desde la literatura, con especial atención, de parte del Gordo, en dejar asentado que el mundo de la pelota era descripto con una camiseta de San Lorenzo, puesta y con otra frente a la máquina, aunque alguna vez se lo cuestionara por ello desde el mundo de las letras enojadas con todo aquello que no formara parte de sus “códigos” (también en otros ámbitos se tienen, no sólo en el del fútbol), donde el elitismo marca el paso.<br /><br />“- Pero después fuiste a San Lorenzo, con el Toto. Me acuerdo: Doval, Rendo, Arean, vos y el Manco Casa, le dijo un Mister Peregrino Fernández “casi ciego, con las piernas duras en una silla de ruedas” al alter-ego del Gordo<br /><br />-Me quedé soñando un rato, como si lo que él creía recordar hubiese dio cierto,<br /><br />-No, yo me lesioné y quedé mal. El que estaba en San Lorenzo era el Bambino Veira…” contestó un futbolista-escritor, cuervo de alma, que nunca perdía la ocasión de pasar el aviso de su pasión. En ese y en tantos textos donde no se sabía bien que cosa era la excusa de que cosa: si la pelota para escribir, si la escritura para hablar de la pelota. Pero, no era necesario, Soriano resolvía esa contradicción de taquito.<br /><br />“(...) Aquella aventura de un puñado de pibes en la primera década del siglo es común al nacimiento de todos los clubes de Buenos Aires. Un fenómeno cultural que ha impregnado la vida argentina y que, en el caso de San Lorenzo, me parece una parábola ejemplar del fulgor y la decadencia de una sociedad”, escribió pulcro, casi solemne Soriano, para presentar una historia en la que juntó, en 1973 –en enero, su mes- a dos jugadores y fundadores del club de Boedo, Francisco Xarau y Luis Giannella.<br /><br />“Entre los hinchas de San Lorenzo de Almagro que festejaron alborozados la conquista de los títulos de 1972, caminaba un hombre de 79 años, de rostro seco como una cáscara de nuez, de ojos desteñidos que sólo podían permitirse una mirada lejana. No sintió los habituales dolores en el hígado y en la nariz, quebrada sesenta años atrás por un pelotazo. En el bolsillo trasero del pantalón guardaba una billetera de cuero gastado, abrigo de doscientos pesos, un carnet de socio vitalicio de San Lorenzo y una medalla de oro. Nadie lo reconoció, nadie le agradeció nada. Cuando llegó a la pensión de la calle Monte al 3.700, se encerró en su pieza de tres por tres, sacó el calentador de querosén, peló tres papas y las puso a hervir. Se sentó en la única silla, prendió la radio y escuchó cómo la gloria caía sobre un grupo de hombres que se ganan holgadamente la vida con el fútbol”. Francisco Xarau, el fundador y centrodelantero de San Lorenzo en 1915 era un prócer olvidado al que fue en su rescate una sensibilidad descomunal, un hincha imbatible, un periodista observador, un escritor capaz de vaciar de contenido aquello de lo inexplicable de los sentimientos, de la imposibilidad de que las palabras cumplan con su cometido, aunque a veces no sean necesarias.<br /><br />En esa larga nota Xarau y Gianella eran San Lorenzo en persona contándole al futuro autor de No habrá más penas ni olvidos, de Cuarteles de Invierno, de A sus plantas rendido un león, una Sombra ya pronto serás, de El Ojo de la patria, de Triste, Solitario y final, qué había sido crear un club, volverlo a crear, buscar lugares, rivales, canchas, creer en un cura, definir sus colores. E irse yendo para quedar como socios vitalicios de una sola cifra, como lo eran en el momento en que estaban con Soriano, a horas de ser los primeros bicampeones en ese 1972 que acababa de terminar.<br /><br />¿Cómo suponer la noche negra que vendría poco tiempo después, cuando la dictadura se quedaba con las vidas que quería, cuando el exilio forzado era un dolor único, inmenso, donde desaparecían compañeros, ilusiones; donde el Gasómetro cambiaba de rubro y el descenso ya no era un problema de otros, algo que nunca formaría parte de una preocupación?<br /><br />Como nada de eso se trató de una ridiculez, se pudo volver. Del exilio, de la B, de deambular por estadios extraños. Y gritar campeón, como Soriano gritó, a mediados de los 90, cuando ese fumador tan empedernido como Cuervo no dejaba de ver que el futuro era azulgrana mientras no paraba de castigar ni un minuto al país menemista y a su expresión más lograda, el propio jefe.<br /><br />Y fue también en enero, el 29, en 1997, cuando el Gordo emprendió la retirada. Con el mes yéndose. Y Manuel, el hijo de seis años de Soriano, se encargó ese día de recoger el legado del Gordo, cuando en la sede de la UTPBA (el gremio de los periodistas, donde la familia decidió velarlo) su pequeña figura apareció en medio de la congoja con la camiseta de San Lorenzo puesta. Y nunca se la sacó.<br /><br /><em>(Fuente: www.11wsports.com)</em><br /><br />