Miguel Marileo, el funebrero

“No me voy a callar nunca más”. Marileo, el hombre que colocó los cuerpos y selló los cajones, tras observar las tremendas heridas de muerte que dejaron las ametralladoras.

“No me voy a callar nunca más”. Marileo, el hombre que colocó los cuerpos y selló los cajones, tras observar las tremendas heridas de muerte que dejaron las ametralladoras.
21 AGO 2022 - 20:09 | Actualizado 22 AGO 2022 - 13:58

En 1972 Melluso era la única empresa fúnebre de Trelew. La tarde del 22 de agosto, su empleado Miguel Marileo escuchó que un grupo militar entró al local y compró 16 ataúdes. Ayudó a cargarlos en el camión de culata de la Base Zar. “Pagaron y se fueron”, le contó al tribunal. “Miguel, seguro que esta noche te voy a necesitar así que te busco”, le anticipó su jefe.

Dicho y hecho: esa medianoche un colimba golpeó la persiana de su casa. “¿Qué macana te mandaste?”, preguntó su esposa. “Ninguna, debe ser por los muchachos muertos”, respondió. El pueblo ya conocía la balacera. Lo subieron a un camión con toldo y muchos colimbas. Un chico le preguntó qué opinaba la gente del episodio. “Dicen que los mataron ustedes, los milicos. Así de simple”, contestó.

Un viaje oscuro a la Base. En la guardia le pidieron DNI. Ofreció un carnet de OSECAC, su obra social. “Me lo devolvieron sin foto”, contó. Bajó la garrafa y la caja de herramientas para soldar. “Yo ya sabía a qué iba, nadie nos dijo nada y al entrar sabía qué tenía que hacer”.
En el hall de entrada ubicó los cajones en dos filas de 8. “Noté a todos muy nerviosos y que esa noche era un momento muy difícil”.
Pasó a la antesala de los calabozos y se chocó dos filas de 8 cadáveres baleados cada una. “Sentí impotencia y bronca porque la mayoría eran muchachos de mi edad”.

Junto a cada cabeza había una bolsita de nylon con el nombre del muerto y los plomos que le sacaron, “gruesos, no eran ni balines ni .22”.
La que más le llamó la atención fue la mujer de Santucho. “Pobrecita, se notaba que estaba por tener un bebé”. Era Ana María Villarreal con tres balazos en el vientre. “El que hizo eso no tiene perdón de Dios”, murmuró ante el tribunal y el silencio del recinto.

Todos tenían más de un impacto. La única sin balazos visibles era Sabelli. “No le veía sangre por ningún lado. Hasta que la revisé, le levanté el pelo larguísimo y le toqué la nuca”. Trabajaba sin guantes y sacó la mano empapada de sangre. Había tocado el orificio del tiro de gracia.
Según Marileo, “al que más tiros le pegaron fue a Mariano Pujadas”. Su bolsa tenía al menos 11 proyectiles. “Se notaba que alguien que sabía, un médico o un enfermero, lo abrió para sacarle los plomos y luego lo cosió del cuello hasta el ombligo”.

El testigo y su jefe esperaron largo rato. “Nadie quería dar la orden de encajonar los cuerpos”. Los jefes iban y venían. Marileo dialogó corto con un colimba: “Un muchacho me dice Jefe, nosotros no los matamos, los mató el capitán Sosa y su pandilla, los de la tirita. Por ese comentario, a ese pobre gaucho se lo llevaron”.
Al fin, uno que parecía de jerarquía les ordenó encajonar los cadáveres, desnudos. La sangre corría sobre las baldosas. Pusieron a cada guerrillero sobre una camilla y de a uno los acomodaron en la mortaja. Arriba de cada féretro puso la bolsita con el nombre, para identificarlo. “Tras tantos años de funebrero, lo que vi esa noche fue para no olvidarse jamás”.

Muy cerca observó a los tres sobrevivientes de la Masacre, cubiertos con sábanas blancas en camillas, sin atención médica. A la media hora no los vio más.
Cerca de las 4 otro superior que no identificó llegó al lugar. “¿Desde qué hora están acá? ¿No les dieron nada de tomar?”. Marileo pidió un café. “Mi jefe no abrió la boca ni para pedir un vaso de agua”. Soldaron los cajones y acabaron el trabajo. Se preguntó si alguien notaría que debían regresar a Trelew. “Pedí ir al baño y me llevaron con el fusil en la espalda. Le dije Flaco, bajá eso que andás nervioso y se te va a escapar un tiro. Recién ahí lo bajó”.

A las 17, casi quince horas después de llegar, los subieron a un jeep rumbo a Trelew. Lo bajaron en Sarmiento 426, el local de la funeraria. “Me bajé y un militar de ropa verde, bastante prepotente, me dijo Vos no viste nada y nunca estuviste en la Base, cuidáte porque tenés un hijo muy chico”. El nene de Marileo tenía 2 años. “Se notaba que sabían todo. Lo hablé con mi señora y me dijo: Si te dijeron que no viste nada, no viste nada; te amenazaron así que tenemos una familia y una vida por delante. Me callé la boca y me quedé en el molde durante 30 años. Pero no me voy a callar nunca más”. Supo por conocidos de la Base que lo tuvieron vigilado 3 años más.#

“No me voy a callar nunca más”. Marileo, el hombre que colocó los cuerpos y selló los cajones, tras observar las tremendas heridas de muerte que dejaron las ametralladoras.
21 AGO 2022 - 20:09

En 1972 Melluso era la única empresa fúnebre de Trelew. La tarde del 22 de agosto, su empleado Miguel Marileo escuchó que un grupo militar entró al local y compró 16 ataúdes. Ayudó a cargarlos en el camión de culata de la Base Zar. “Pagaron y se fueron”, le contó al tribunal. “Miguel, seguro que esta noche te voy a necesitar así que te busco”, le anticipó su jefe.

Dicho y hecho: esa medianoche un colimba golpeó la persiana de su casa. “¿Qué macana te mandaste?”, preguntó su esposa. “Ninguna, debe ser por los muchachos muertos”, respondió. El pueblo ya conocía la balacera. Lo subieron a un camión con toldo y muchos colimbas. Un chico le preguntó qué opinaba la gente del episodio. “Dicen que los mataron ustedes, los milicos. Así de simple”, contestó.

Un viaje oscuro a la Base. En la guardia le pidieron DNI. Ofreció un carnet de OSECAC, su obra social. “Me lo devolvieron sin foto”, contó. Bajó la garrafa y la caja de herramientas para soldar. “Yo ya sabía a qué iba, nadie nos dijo nada y al entrar sabía qué tenía que hacer”.
En el hall de entrada ubicó los cajones en dos filas de 8. “Noté a todos muy nerviosos y que esa noche era un momento muy difícil”.
Pasó a la antesala de los calabozos y se chocó dos filas de 8 cadáveres baleados cada una. “Sentí impotencia y bronca porque la mayoría eran muchachos de mi edad”.

Junto a cada cabeza había una bolsita de nylon con el nombre del muerto y los plomos que le sacaron, “gruesos, no eran ni balines ni .22”.
La que más le llamó la atención fue la mujer de Santucho. “Pobrecita, se notaba que estaba por tener un bebé”. Era Ana María Villarreal con tres balazos en el vientre. “El que hizo eso no tiene perdón de Dios”, murmuró ante el tribunal y el silencio del recinto.

Todos tenían más de un impacto. La única sin balazos visibles era Sabelli. “No le veía sangre por ningún lado. Hasta que la revisé, le levanté el pelo larguísimo y le toqué la nuca”. Trabajaba sin guantes y sacó la mano empapada de sangre. Había tocado el orificio del tiro de gracia.
Según Marileo, “al que más tiros le pegaron fue a Mariano Pujadas”. Su bolsa tenía al menos 11 proyectiles. “Se notaba que alguien que sabía, un médico o un enfermero, lo abrió para sacarle los plomos y luego lo cosió del cuello hasta el ombligo”.

El testigo y su jefe esperaron largo rato. “Nadie quería dar la orden de encajonar los cuerpos”. Los jefes iban y venían. Marileo dialogó corto con un colimba: “Un muchacho me dice Jefe, nosotros no los matamos, los mató el capitán Sosa y su pandilla, los de la tirita. Por ese comentario, a ese pobre gaucho se lo llevaron”.
Al fin, uno que parecía de jerarquía les ordenó encajonar los cadáveres, desnudos. La sangre corría sobre las baldosas. Pusieron a cada guerrillero sobre una camilla y de a uno los acomodaron en la mortaja. Arriba de cada féretro puso la bolsita con el nombre, para identificarlo. “Tras tantos años de funebrero, lo que vi esa noche fue para no olvidarse jamás”.

Muy cerca observó a los tres sobrevivientes de la Masacre, cubiertos con sábanas blancas en camillas, sin atención médica. A la media hora no los vio más.
Cerca de las 4 otro superior que no identificó llegó al lugar. “¿Desde qué hora están acá? ¿No les dieron nada de tomar?”. Marileo pidió un café. “Mi jefe no abrió la boca ni para pedir un vaso de agua”. Soldaron los cajones y acabaron el trabajo. Se preguntó si alguien notaría que debían regresar a Trelew. “Pedí ir al baño y me llevaron con el fusil en la espalda. Le dije Flaco, bajá eso que andás nervioso y se te va a escapar un tiro. Recién ahí lo bajó”.

A las 17, casi quince horas después de llegar, los subieron a un jeep rumbo a Trelew. Lo bajaron en Sarmiento 426, el local de la funeraria. “Me bajé y un militar de ropa verde, bastante prepotente, me dijo Vos no viste nada y nunca estuviste en la Base, cuidáte porque tenés un hijo muy chico”. El nene de Marileo tenía 2 años. “Se notaba que sabían todo. Lo hablé con mi señora y me dijo: Si te dijeron que no viste nada, no viste nada; te amenazaron así que tenemos una familia y una vida por delante. Me callé la boca y me quedé en el molde durante 30 años. Pero no me voy a callar nunca más”. Supo por conocidos de la Base que lo tuvieron vigilado 3 años más.#


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