El fallo de la corte federal del Distrito Sur del Estado de Florida, en Miami, que el viernes declaró culpable al exmarino argentino Roberto Guillermo Bravo por los fusilamientos de la Masacre de Trelew de 1972 y, además, lo obliga a resarcir con la suma de 24,2 millones de dólares a los familiares de cuatro de las víctimas de aquel capítulo negro de la historia argentina, es una de las noticias más impactantes de los últimos años.
Cubierta en un segundo plano por la mayoría de los grandes medios nacionales pero desde hace años con total amplitud por otros medios más comprometidos con las causas de violaciones de los Derechos Humanos –entre ellos, Jornada, cuyo archivo fotográfico ha dado al mundo las imágenes más icónicas e impactantes de aquella tragedia política y social- el veredicto de culpabilidad contra ese fantasma llamado Roberto Guillermo Bravo es un soplo de aire puro que no debería terminar con este fallo. Esto recién comienza.
La lucha incansable de los familiares de cuatro de las víctimas (Eduardo Capello, Rubén Bonet, Ana María Villareal de Santucho y Alberto Camps), más el enorme trabajo jurídico del Center for Justice Accountability (CJA) -y sus pares argentinos del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)-, que se basó en la ley de protección de víctimas de la tortura, lograron sacar de su madriguera al máximo responsable de uno de los crímenes políticos más atroces de la Argentina cometidas durante la dictadura del general Alejandro Lanusse, que fue sin dudas la antesala de la historia más negra que arrancaría con el golpe militar, cuatro años después de los fusilamientos de Trelew.
La Masacre de Trelew fue durante casi 35 años un capítulo clausurado para la Justicia Argentina. Era obvio que la dictadura de Lanusse y la posterior de Jorge Rafael Videla, Roberto Viola, Leopoldo Galtieri y Reynaldo Bignone no iban a investigar los hechos. Pero hubo 23 años de democracia (y varios jueces federales) antes de que la Justicia Federal de Rawson reabriera la causa.
Expediente reabierto
El expediente fue reabierto a mediados de 2006 a pedido de familiares de las víctimas y fueron el juez Hugo Sastre y el fiscal Fernando Gélvez quienes encuadraron el hecho como un delito de lesa humanidad, una estrategia que evitó que la causa prescribiera. Fue, además, gracias a las anulaciones de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final impulsadas por el entonces presidente Néstor Kirchner.
Las investigaciones debieron empezar literalmente de cero porque la Armada Argentina y las dictaduras de turno se encargaron de destruir todo tipo de prueba. Pero Sastre pudo ir reconstruyendo los hechos y en febrero de 2008 ordenó las capturas de cuatro de los seis procesados, y un año después elevó la causa a juicio.
El papel del juez Sastre, hay que decirlo, fue clave en esta y otras causas de violaciones de derechos humanos cometidas durante la dictadura en Chubut. Fue también el punto de partida para que el 15 de octubre de 2012 el Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia condenara a cadena perpetua a los exmarinos Luis Emilio Sosa, Emilio Jorge del Real y Carlos Marandino, que participaron de los fusilamientos en los pasillos de los calabozos de la Base “Almirante Zar”.
El único que faltó a la cita aquella vez fue Bravo, que zafó de un pedido de extradición de Sastre en 2008 y más tarde de otro en 2019. Los años del exmarino en Estados Unidos lo convirtieron en un millonario hombre de negocios pero, también, en un protegido de las distintas administraciones de ese país porque –se sospecha- Bravo fue un activo colaborador de la CIA (la Agencia Central de Inteligencia) y el Departamento de Estado en los años 80, cuando Estados Unidos se paseaba como patrón de estancia por los países latinoamericanos, en especial en los de Centroamérica y el Caribe.
Nuevo fallo
Pero buena parte de su impunidad se acabó el viernes por la tarde, cuando un tribunal norteamericano integrado por un jurado popular lo condenado civilmente en “su” país (se hizo ciudadano estadounidense hace cuarenta años) y lo obligó a usar parte de su inmensa fortuna para reparar el daño que causó en el mes de agosto de 1972.
Ahora, este fallo podría abrir la puerta a algo más importante, algo así como el capítulo final de esta historia de injusticia y dolor: que el juez Edwin Torres, que tiene dormido el expediente de la extradición de Bravo, se sienta influenciado por el fallo civil y acceda, de una vez por todas, a extraditarlo para que sea juzgado en la Argentina.
Ayer, la noticia de la muerte a los 93 años de otro personero de la dictadura más sangrienta, como lo fue el exjefe de la Policía bonaerense Miguel Osvaldo Etchecolatz, llevó algo de consuelo a miles de víctimas de sus torturas y asesinatos. Tenía nueve condenas a cadena perpetua en su haber, varios beneficios de prisión domiciliaria pero murió mientras cumplía condena en una cárcel común. Lo mismo que, a punto de cumplirse medio siglo de la Masacre de Trelew, le correspondería a un infame como Bravo.#
El fallo de la corte federal del Distrito Sur del Estado de Florida, en Miami, que el viernes declaró culpable al exmarino argentino Roberto Guillermo Bravo por los fusilamientos de la Masacre de Trelew de 1972 y, además, lo obliga a resarcir con la suma de 24,2 millones de dólares a los familiares de cuatro de las víctimas de aquel capítulo negro de la historia argentina, es una de las noticias más impactantes de los últimos años.
Cubierta en un segundo plano por la mayoría de los grandes medios nacionales pero desde hace años con total amplitud por otros medios más comprometidos con las causas de violaciones de los Derechos Humanos –entre ellos, Jornada, cuyo archivo fotográfico ha dado al mundo las imágenes más icónicas e impactantes de aquella tragedia política y social- el veredicto de culpabilidad contra ese fantasma llamado Roberto Guillermo Bravo es un soplo de aire puro que no debería terminar con este fallo. Esto recién comienza.
La lucha incansable de los familiares de cuatro de las víctimas (Eduardo Capello, Rubén Bonet, Ana María Villareal de Santucho y Alberto Camps), más el enorme trabajo jurídico del Center for Justice Accountability (CJA) -y sus pares argentinos del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)-, que se basó en la ley de protección de víctimas de la tortura, lograron sacar de su madriguera al máximo responsable de uno de los crímenes políticos más atroces de la Argentina cometidas durante la dictadura del general Alejandro Lanusse, que fue sin dudas la antesala de la historia más negra que arrancaría con el golpe militar, cuatro años después de los fusilamientos de Trelew.
La Masacre de Trelew fue durante casi 35 años un capítulo clausurado para la Justicia Argentina. Era obvio que la dictadura de Lanusse y la posterior de Jorge Rafael Videla, Roberto Viola, Leopoldo Galtieri y Reynaldo Bignone no iban a investigar los hechos. Pero hubo 23 años de democracia (y varios jueces federales) antes de que la Justicia Federal de Rawson reabriera la causa.
Expediente reabierto
El expediente fue reabierto a mediados de 2006 a pedido de familiares de las víctimas y fueron el juez Hugo Sastre y el fiscal Fernando Gélvez quienes encuadraron el hecho como un delito de lesa humanidad, una estrategia que evitó que la causa prescribiera. Fue, además, gracias a las anulaciones de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final impulsadas por el entonces presidente Néstor Kirchner.
Las investigaciones debieron empezar literalmente de cero porque la Armada Argentina y las dictaduras de turno se encargaron de destruir todo tipo de prueba. Pero Sastre pudo ir reconstruyendo los hechos y en febrero de 2008 ordenó las capturas de cuatro de los seis procesados, y un año después elevó la causa a juicio.
El papel del juez Sastre, hay que decirlo, fue clave en esta y otras causas de violaciones de derechos humanos cometidas durante la dictadura en Chubut. Fue también el punto de partida para que el 15 de octubre de 2012 el Tribunal Oral Federal de Comodoro Rivadavia condenara a cadena perpetua a los exmarinos Luis Emilio Sosa, Emilio Jorge del Real y Carlos Marandino, que participaron de los fusilamientos en los pasillos de los calabozos de la Base “Almirante Zar”.
El único que faltó a la cita aquella vez fue Bravo, que zafó de un pedido de extradición de Sastre en 2008 y más tarde de otro en 2019. Los años del exmarino en Estados Unidos lo convirtieron en un millonario hombre de negocios pero, también, en un protegido de las distintas administraciones de ese país porque –se sospecha- Bravo fue un activo colaborador de la CIA (la Agencia Central de Inteligencia) y el Departamento de Estado en los años 80, cuando Estados Unidos se paseaba como patrón de estancia por los países latinoamericanos, en especial en los de Centroamérica y el Caribe.
Nuevo fallo
Pero buena parte de su impunidad se acabó el viernes por la tarde, cuando un tribunal norteamericano integrado por un jurado popular lo condenado civilmente en “su” país (se hizo ciudadano estadounidense hace cuarenta años) y lo obligó a usar parte de su inmensa fortuna para reparar el daño que causó en el mes de agosto de 1972.
Ahora, este fallo podría abrir la puerta a algo más importante, algo así como el capítulo final de esta historia de injusticia y dolor: que el juez Edwin Torres, que tiene dormido el expediente de la extradición de Bravo, se sienta influenciado por el fallo civil y acceda, de una vez por todas, a extraditarlo para que sea juzgado en la Argentina.
Ayer, la noticia de la muerte a los 93 años de otro personero de la dictadura más sangrienta, como lo fue el exjefe de la Policía bonaerense Miguel Osvaldo Etchecolatz, llevó algo de consuelo a miles de víctimas de sus torturas y asesinatos. Tenía nueve condenas a cadena perpetua en su haber, varios beneficios de prisión domiciliaria pero murió mientras cumplía condena en una cárcel común. Lo mismo que, a punto de cumplirse medio siglo de la Masacre de Trelew, le correspondería a un infame como Bravo.#