Por Ismael Tebes / @IsmaTebes
La pluma de Osvaldo Bayer no podía describir mejor a aquel homenaje, considerado “único” y reivindicatorio a los más de mil huelguistas fusilados en San Julián en 1922. Los “chilotes” y peones rurales que reclamaban una jornada de descanso a la semana, un lugar limpio para dormir y un paquete de velas terminaron bajo las armas del cruel coronel Héctor Benigno Varela y su Regimiento 10 de Caballería. Y los más afortunados, huyendo lo más lejos que podían ya sea cruzando la frontera o escondidos en los parajes más desolados de aquella Patagonia.
Durante la gestión del presidente Hipólito Yrigoyen los huelguistas fueron considerados casi “traidores a la Patria” o anarquistas sin bandera. Y en un gris pelotón de fusilamiento, terminó de cuajo aquel reclamo sin gremios, sin justicia y sin humanidad pero que encontró un gesto inesperado en el mejor de los momentos.
El 17 de febrero de 1922 el propio general Varela en un acto considerado como un “premio” después de la masacre, envió a los soldados al prostíbulo “La Catalana” a los fines de saciar sus instintos tras una larga campaña y para sacarse “el gusto de lo acumulado entre tanto macho”. Se dispuso que los soldados llegaran en tandas a la casa de tolerancia y previamente, se los instruyó respecto al “uso” de las prostitutas y la prevención de enfermedades sexuales que entonces podían llevar hasta la muerte.
Luego de una larga espera y gestos de impaciencia Paulina Rovira, la propietaria del local, transmitió a los suboficiales a cargo la decisión tomada por las cinco mujeres que se encontraban en el lugar: la negativa de “atender” a quienes habían protagonizado los fusilamientos más sangrientos de la época. Las pupilas decidieron además alzarse contra las armas de quienes consideraban asesinos. Y no solamente se negaron a prestar servicio sino que hasta se armaron con escobas y palos, insultando a los uniformados que ofendidos por tamaño gesto, intentaron ingresar al prostíbulo por la fuerza.
Bajo la consigna de no “acostarse” con asesinos y de proferir otros insultos de ese tenor, las mujeres decidieron con extrema valentía reivindicar la causa de los peones engañados por los hacendados y llevados a la muerte en una “Pacificación” mal entendida. Lo que la ley y el propio Estado no habían hecho, fue puesto a la luz casi como un manto de justicia por este grupo de mujeres aún a riesgo del calabozo y del sometimiento. Damas con agallas, valientes por sobre cualquier valentía y dignas. Llevadas a la comisaría junto a los tres músicos del burdel –luego liberados-, fueron identificadas como Consuelo García, de 29 años, argentina, soltera y de profesión pupila del prostíbulo; Ángela Fortunato, 31 años, argentina, casada y modista; Amalia Rodríguez, 26 años, argentina, soltera; María Juliache, 28 años, española con siete años de residencia en el país, soltera; Maud Foster, 31 años, inglesa con diez años de residencia; soltera y de “buena familia”; junto con Paulina Rovira, la dueña del prostíbulo. Todas terminaron en el calabozo por “insultar el uniforme de la Patria” y apoyar a los huelguistas, acaso la peor de todas las acusaciones en medio de los gestos socarrones de los soldados y la mirada hiriente de las “señoras bien” del pueblo que callaba. Allí encerradas en un reducido espacio fueron golpeadas, denigradas; les arrojaron agua fría y se les retiró la libreta sanitaria que les permitía trabajar.
“La picazón en las ingles se convirtió en un amargo sabor en la boca. Ya no tienen ganas de nada sino de emborracharse, de pura rabia”, describe el maestro Bayer en su obra “Las Putas de San Julián”, una de sus tantas insondables historias de la Patagonia vieja y que en este caso, hasta inspirara una obra teatral estrenada en 2013 en el Nacional Cervantes.
“Jamás creció una flor en las tumbas masivas de los fusilados; solo piedra, mata negra y el eterno viento patagónico. Están tapados por el silencio de todos, por el miedo de todos. Solo encontramos esta flor, esta reacción de las pupilas del prostíbulo”.
La contraversión policial derivó en un relato único en tiempo y situación: las putas que sacaron a escobazo limpio a todo un ejército fueron expulsadas de San Julián y debieron marcharse a Viedma y Ushuaia. Solamente Forster regresó al puerto santacruceño para convertirse años más tarde en madama de “La Catalana”.
Para Bayer aquel episodio de las huelgas rurales de la “Patagonia Trágica” en el corazón de los latifundios ingleses, se convirtió un símbolo de la resistencia frente al Ejército y una negativa para premiar a quienes con las manos manchadas de sangre, pretendían una “huída sexual” de todos sus fantasmas. También solía definir a Julio Argentino Roca como quien “restableció” la esclavitud en la Argentina y un antihéroe a contrapelo de la misma historia. “Los diarios anunciaban la entrega de indios. Las familias que lo requerían recibían un varón como peón, una “china” como sirvienta y un niño como mandadero”, remarcaba una y otra vez Osvaldo Bayer durante sus viajes por el sur.
Por Ismael Tebes / @IsmaTebes
La pluma de Osvaldo Bayer no podía describir mejor a aquel homenaje, considerado “único” y reivindicatorio a los más de mil huelguistas fusilados en San Julián en 1922. Los “chilotes” y peones rurales que reclamaban una jornada de descanso a la semana, un lugar limpio para dormir y un paquete de velas terminaron bajo las armas del cruel coronel Héctor Benigno Varela y su Regimiento 10 de Caballería. Y los más afortunados, huyendo lo más lejos que podían ya sea cruzando la frontera o escondidos en los parajes más desolados de aquella Patagonia.
Durante la gestión del presidente Hipólito Yrigoyen los huelguistas fueron considerados casi “traidores a la Patria” o anarquistas sin bandera. Y en un gris pelotón de fusilamiento, terminó de cuajo aquel reclamo sin gremios, sin justicia y sin humanidad pero que encontró un gesto inesperado en el mejor de los momentos.
El 17 de febrero de 1922 el propio general Varela en un acto considerado como un “premio” después de la masacre, envió a los soldados al prostíbulo “La Catalana” a los fines de saciar sus instintos tras una larga campaña y para sacarse “el gusto de lo acumulado entre tanto macho”. Se dispuso que los soldados llegaran en tandas a la casa de tolerancia y previamente, se los instruyó respecto al “uso” de las prostitutas y la prevención de enfermedades sexuales que entonces podían llevar hasta la muerte.
Luego de una larga espera y gestos de impaciencia Paulina Rovira, la propietaria del local, transmitió a los suboficiales a cargo la decisión tomada por las cinco mujeres que se encontraban en el lugar: la negativa de “atender” a quienes habían protagonizado los fusilamientos más sangrientos de la época. Las pupilas decidieron además alzarse contra las armas de quienes consideraban asesinos. Y no solamente se negaron a prestar servicio sino que hasta se armaron con escobas y palos, insultando a los uniformados que ofendidos por tamaño gesto, intentaron ingresar al prostíbulo por la fuerza.
Bajo la consigna de no “acostarse” con asesinos y de proferir otros insultos de ese tenor, las mujeres decidieron con extrema valentía reivindicar la causa de los peones engañados por los hacendados y llevados a la muerte en una “Pacificación” mal entendida. Lo que la ley y el propio Estado no habían hecho, fue puesto a la luz casi como un manto de justicia por este grupo de mujeres aún a riesgo del calabozo y del sometimiento. Damas con agallas, valientes por sobre cualquier valentía y dignas. Llevadas a la comisaría junto a los tres músicos del burdel –luego liberados-, fueron identificadas como Consuelo García, de 29 años, argentina, soltera y de profesión pupila del prostíbulo; Ángela Fortunato, 31 años, argentina, casada y modista; Amalia Rodríguez, 26 años, argentina, soltera; María Juliache, 28 años, española con siete años de residencia en el país, soltera; Maud Foster, 31 años, inglesa con diez años de residencia; soltera y de “buena familia”; junto con Paulina Rovira, la dueña del prostíbulo. Todas terminaron en el calabozo por “insultar el uniforme de la Patria” y apoyar a los huelguistas, acaso la peor de todas las acusaciones en medio de los gestos socarrones de los soldados y la mirada hiriente de las “señoras bien” del pueblo que callaba. Allí encerradas en un reducido espacio fueron golpeadas, denigradas; les arrojaron agua fría y se les retiró la libreta sanitaria que les permitía trabajar.
“La picazón en las ingles se convirtió en un amargo sabor en la boca. Ya no tienen ganas de nada sino de emborracharse, de pura rabia”, describe el maestro Bayer en su obra “Las Putas de San Julián”, una de sus tantas insondables historias de la Patagonia vieja y que en este caso, hasta inspirara una obra teatral estrenada en 2013 en el Nacional Cervantes.
“Jamás creció una flor en las tumbas masivas de los fusilados; solo piedra, mata negra y el eterno viento patagónico. Están tapados por el silencio de todos, por el miedo de todos. Solo encontramos esta flor, esta reacción de las pupilas del prostíbulo”.
La contraversión policial derivó en un relato único en tiempo y situación: las putas que sacaron a escobazo limpio a todo un ejército fueron expulsadas de San Julián y debieron marcharse a Viedma y Ushuaia. Solamente Forster regresó al puerto santacruceño para convertirse años más tarde en madama de “La Catalana”.
Para Bayer aquel episodio de las huelgas rurales de la “Patagonia Trágica” en el corazón de los latifundios ingleses, se convirtió un símbolo de la resistencia frente al Ejército y una negativa para premiar a quienes con las manos manchadas de sangre, pretendían una “huída sexual” de todos sus fantasmas. También solía definir a Julio Argentino Roca como quien “restableció” la esclavitud en la Argentina y un antihéroe a contrapelo de la misma historia. “Los diarios anunciaban la entrega de indios. Las familias que lo requerían recibían un varón como peón, una “china” como sirvienta y un niño como mandadero”, remarcaba una y otra vez Osvaldo Bayer durante sus viajes por el sur.