Hace hoy 50 años en los kioskos porteños se ponía en venta el número 99 del semanario político Primera Plana; su tapa estaba ocupada íntegramente por el rostro del presidente francés De Gaulle, que llegaría al país días después, saludado por la proscrita oposición peronista al grito de “¡Perón, De Gaulle, un solo corazón!”. En su interior, la revista informaba a los lectores que a partir de esta edición publicaría “una historieta casi de la vida real, por la que desfilan una intelectualizada niña, Mafalda, y su peculiar mundo de familiares y de amigos”. Así veía la luz la criatura de Quino, quizás la figura más importante de la riquísima historia de nuestro humor gráfico.
Luego de unos meses en Primera Plana, Mafalda saltaría en 1965 al periódico El Mundo (pasando de dos tiras semanales a una diaria, lo que motivó la ampliación de los personajes, de la familia original a la presencia de Felipe, Susanita y Manolito) y luego, en 1968, a Siete Días (completando la serie con Guille y Libertad), donde permanecería hasta su despedida final, cinco años después. Ya por entonces había comenzado a circular en los libritos editados por De la Flor, formato con el que la mayoría de nosotros la conocimos y la seguimos leyendo.
Convertida en fenómeno editorial, su autor decidió retirarla en 1973, tan agotado por el esfuerzo como temeroso de que su criatura terminara en la repetición adocenada que afectó a tantos personajes del comic. Tal cosa nunca ocurrió; como sus amados Beatles, Mafalda supo mantener la frescura en cada uno de sus menos de diez años de duración. Medio siglo después, seguimos encontrando granos de verdad en sus agudas observaciones, o utilizando alguna de sus viñetas para ilustrar algún argumento.
Y sin embargo, Mafalda fue una criatura ejemplar de su tiempo, con todas sus contradicciones: producto ella misma de la industria publicitaria (fruto de un encargo para la fallida campaña de productos “Mansfield” en 1963), expresión de modernización cultural y técnica ya desde los soportes gráficos en los que apareció, sus personajes están cruzados tanto por preocupaciones de ascenso social en una sociedad de consumo (la televisión, el auto propio, las vacaciones, la inflación) como por el ideario de sus sectores más politizados: el feminismo, los militares, el hambre en el mundo, el comunismo, China, Vietnam o U Thant. El globo terráqueo es por momentos un personaje más de la tira, en diálogo mudo con su protagonista: en una Argentina signada por la Guerra Fría y la Doctrina de la Seguridad Nacional, la politización del lector de Mafalda no podía separar el plano local del internacional.
Sin embargo, en contraste con una época tan marcada por la radicalización de las posiciones ideológicas, la política en Mafalda es más reflexiva e introspectiva que contestataria o militante (salvo quizás en el personaje de Libertad), y sus inquietudes tienden a un moralismo que roza el desencanto, frente a un presente que provoca tanto malestar como ilusiones. Este contradictorio pesimismo esperanzado vuelve significativo que dejara de publicarse en 1973 (cinco días después de la masacre de Ezeiza), cuando el estrecho espacio entre inquietudes políticas y distancia frente a las opciones partidarias, ya se había angostado en demasía. El sueño final con el que se despedirá Mafalda (un planeta plagado de manifestaciones y banderas) suena tanto a apuesta al futuro como a escape del presente.
Personaje universal, editado en varios países e idiomas, Mafalda nunca dejó de ser profundamente local: la Buenos Aires de sus cuadritos conforma una geografía reconocible y añorada, de chicos sentados en la puerta de sus edificios y jugando en las calles y plazas porteñas, de almacenes de barrio y escuelas públicas con alumnos en guardapolvo y maestras cariñosamente despóticas. Quizás a esto deba en gran parte su vigencia, a esa capacidad de graficar un paisaje, una sensibilidad, unas preocupaciones, que para muchos se identifican todavía con el universo de una clase media mítica, al que como todo mito se lo sigue evocando, sobre todo cuando la comparamos con sus manifestaciones más actuales.
Si esa clase media que se podía espejar en Mafalda pudo vincularse de algún modo con los movimientos transformadores que marcaron nuestros años más turbulentos y creativos, pareciera que su impulso parece haber agotado en las décadas siguientes, política y artísticamente. Quino ha especulado con que su protagonista seguramente habría terminado desaparecida por el Proceso. Sin embargo, otros han sugerido mordazmente que podría haber tenido un desenlace bien distinto. ¿Es Carrió la desembocadura patética de la clase media de los ’60, y Gaturro su expresión gráfica más adecuada? De ser así, seguir leyendo a Mafalda nos obliga a recordar que ese mismo sector eligió en algún momento de su historia otra forma de representarse, una que bien podría volver a habitarla en el futuro.
Hace hoy 50 años en los kioskos porteños se ponía en venta el número 99 del semanario político Primera Plana; su tapa estaba ocupada íntegramente por el rostro del presidente francés De Gaulle, que llegaría al país días después, saludado por la proscrita oposición peronista al grito de “¡Perón, De Gaulle, un solo corazón!”. En su interior, la revista informaba a los lectores que a partir de esta edición publicaría “una historieta casi de la vida real, por la que desfilan una intelectualizada niña, Mafalda, y su peculiar mundo de familiares y de amigos”. Así veía la luz la criatura de Quino, quizás la figura más importante de la riquísima historia de nuestro humor gráfico.
Luego de unos meses en Primera Plana, Mafalda saltaría en 1965 al periódico El Mundo (pasando de dos tiras semanales a una diaria, lo que motivó la ampliación de los personajes, de la familia original a la presencia de Felipe, Susanita y Manolito) y luego, en 1968, a Siete Días (completando la serie con Guille y Libertad), donde permanecería hasta su despedida final, cinco años después. Ya por entonces había comenzado a circular en los libritos editados por De la Flor, formato con el que la mayoría de nosotros la conocimos y la seguimos leyendo.
Convertida en fenómeno editorial, su autor decidió retirarla en 1973, tan agotado por el esfuerzo como temeroso de que su criatura terminara en la repetición adocenada que afectó a tantos personajes del comic. Tal cosa nunca ocurrió; como sus amados Beatles, Mafalda supo mantener la frescura en cada uno de sus menos de diez años de duración. Medio siglo después, seguimos encontrando granos de verdad en sus agudas observaciones, o utilizando alguna de sus viñetas para ilustrar algún argumento.
Y sin embargo, Mafalda fue una criatura ejemplar de su tiempo, con todas sus contradicciones: producto ella misma de la industria publicitaria (fruto de un encargo para la fallida campaña de productos “Mansfield” en 1963), expresión de modernización cultural y técnica ya desde los soportes gráficos en los que apareció, sus personajes están cruzados tanto por preocupaciones de ascenso social en una sociedad de consumo (la televisión, el auto propio, las vacaciones, la inflación) como por el ideario de sus sectores más politizados: el feminismo, los militares, el hambre en el mundo, el comunismo, China, Vietnam o U Thant. El globo terráqueo es por momentos un personaje más de la tira, en diálogo mudo con su protagonista: en una Argentina signada por la Guerra Fría y la Doctrina de la Seguridad Nacional, la politización del lector de Mafalda no podía separar el plano local del internacional.
Sin embargo, en contraste con una época tan marcada por la radicalización de las posiciones ideológicas, la política en Mafalda es más reflexiva e introspectiva que contestataria o militante (salvo quizás en el personaje de Libertad), y sus inquietudes tienden a un moralismo que roza el desencanto, frente a un presente que provoca tanto malestar como ilusiones. Este contradictorio pesimismo esperanzado vuelve significativo que dejara de publicarse en 1973 (cinco días después de la masacre de Ezeiza), cuando el estrecho espacio entre inquietudes políticas y distancia frente a las opciones partidarias, ya se había angostado en demasía. El sueño final con el que se despedirá Mafalda (un planeta plagado de manifestaciones y banderas) suena tanto a apuesta al futuro como a escape del presente.
Personaje universal, editado en varios países e idiomas, Mafalda nunca dejó de ser profundamente local: la Buenos Aires de sus cuadritos conforma una geografía reconocible y añorada, de chicos sentados en la puerta de sus edificios y jugando en las calles y plazas porteñas, de almacenes de barrio y escuelas públicas con alumnos en guardapolvo y maestras cariñosamente despóticas. Quizás a esto deba en gran parte su vigencia, a esa capacidad de graficar un paisaje, una sensibilidad, unas preocupaciones, que para muchos se identifican todavía con el universo de una clase media mítica, al que como todo mito se lo sigue evocando, sobre todo cuando la comparamos con sus manifestaciones más actuales.
Si esa clase media que se podía espejar en Mafalda pudo vincularse de algún modo con los movimientos transformadores que marcaron nuestros años más turbulentos y creativos, pareciera que su impulso parece haber agotado en las décadas siguientes, política y artísticamente. Quino ha especulado con que su protagonista seguramente habría terminado desaparecida por el Proceso. Sin embargo, otros han sugerido mordazmente que podría haber tenido un desenlace bien distinto. ¿Es Carrió la desembocadura patética de la clase media de los ’60, y Gaturro su expresión gráfica más adecuada? De ser así, seguir leyendo a Mafalda nos obliga a recordar que ese mismo sector eligió en algún momento de su historia otra forma de representarse, una que bien podría volver a habitarla en el futuro.