Un enigma llamado Barbot

Tuvo una pelea irreconciliable con su padre y durante 40 años borró todo vínculo con su familia. Se inventó un pasado. Se cambió el nombre. Se llevó los motivos a la tumba. Y se convirtió en el símbolo de la represión en Chubut. Ahora, un libro revela la historia nunca contada de Carlos Alberto Barbot.

Evolución. Barbot, con su gorra militar y sus hermanos Héctor y Silvia; en un operativo en Trelew y ya retirado, en Capital Federal.
20 NOV 2022 - 20:20 | Actualizado 23 NOV 2022 - 12:55

Por Rolando Tobarez / @rtobarez

Carlos Alberto Barbotta se inventó un pasado sin padre, sin madre, sin hermano, sin hermana, sin cuñados, sin sobrinos. Incluso sin él mismo: de su apellido extirpó la “t” y la “a”. Borró todo para ser Barbot. Sus motivos se los llevó a la tumba.

En Chubut fue célebre como pieza clave de la feroz represión de los 70. Lo imputaron en casos de lesa humanidad pero murió antes de ir a juicio. Era teniente coronel. Fue dueño de una agencia de seguridad en Trelew. Poco más se supo nunca de su verdadera historia.

Ese vacío lo llenó ahora su sobrino Héctor Barbotta. Es periodista de Diario Sur en Sevilla, España, y reconstruyó el trayecto y el perfil de Barbot, a quien la familia llamaba “Cali”. El producto: “El tío francés”, de Ediciones el Genal, un libro a 10 mil kilómetros de distancia repleto de datos inéditos sobre el represor pero con un drama familiar de fondo: una pelea irreconciliable del militar con su padre Rober, abuelo del autor. Nadie sabe la razón.

Barbot se alejó de la familia durante cuatro décadas y su gesto definitivo fue cambiarse el apellido. Cortó todo contacto y rechazó cualquier vínculo con sus hermanos y sus padres, que murieron llorando su ausencia intencional. De a poco construyó de sí mismo un militar duro, inolvidable para sus víctimas. En paralelo, Barbotta y su familia se mudaron a España.

Barbot reaparece, viejo y enfermo, cuando ya vivía en Trelew. Su hermano viajó a Buenos Aires para un par de charlas a solas, que el libro refleja.

Hablan de todo, incluso de su responsabilidad en los secuestros de Hipólito Solari Yrigoyen, Mario Abel Amaya, Elvio Bel y Jorge Valemberg.

Solamente hay un tema que un inflexible Barbot no explicaría nunca: su quiebre con la familia. El contacto entre los hermanos fue un intento de reconciliación, que sin embargo no fraguó del todo.

Tras la muerte de su padre, Barbotta recibió de su madre Susana una caja con recortes, cartas y documentos vinculados a Barbot. Buena parte de ese material se refleja en el texto.

El propio autor viajó al país para enfrentarse cara a cara con su tío, para querer saber.

Y para su libro fue por más: entrevistó a Hilda Fredes, viuda de Bel, y a Silvia Valemberg, hija del concejal de Bahía Blanca.

Deuda saldada

-¿Cómo definiría su libro?

-Es saldar dos deudas pendientes. Una con mi país, porque nunca escribí nada sobre Argentina, toda mi carrera profesional la hice en España. Y otra con la historia de mi familia. Es una catarsis y un ajustar cuentas con mi tío. Cuando uno construye una mentira durante 40 años, la forma de combatirlo es contar la verdad.

-¿Saldó la deuda?

-Sí. Tenía necesidad de contar esta historia. No es que lo haya ocultado pero no es un vínculo del que pueda sentirme orgulloso. Muchas veces no hablaba de él o lo hacía con gente de mucha confianza. Sobre todo porque corres el riesgo estúpido de que te identifiquen mal. Después me di cuenta de que era una historia que debía contar sin ningún tipo de complejos.

-¿Cómo definiría a su tío Carlos Barbot?

-Todas las personas somos complejas. Hay dos grandes reproches que hacerle. Una su actuación pública, que todos conocen y mucha gente sufrió; desde lo familiar, por su comportamiento privado. En el entramado de la represión, sin que se malinterprete, fue un personaje secundario pero necesario, con toda la maldad que puede acumular. Lo comparo con los contables de los campos de concentración de la Alemania nazi, que banalizaban su trabajo. No accionaban la cámara del gas ni le pegaban un tiro al prisionero pero eran personajes imprescindibles para que esa maquinaria de horror funcionara. Hubo muchos en la dictadura que posiblemente no torturaron personalmente y se limitaron a cumplir lo que consideraban su deber, y fueron un engranaje necesario. A mi tío lo marco en esa categoría. Sin los personajes secundarios la maquinaria no era posible. Aún con la gravedad de lo que digo, posiblemente esté banalizando su actuación porque no estoy seguro de que sea un personaje secundario en esa zona. Por sus conversaciones con mi papá y conmigo me da la impresión de que le quitaba importancia a lo que había hecho. Como si lo hubieran hecho otros o que no hizo otra cosa que cumplir con su deber. Su papel fue imprescindible y no se le puede quitar ni un mínimo de responsabilidad.

-¿A esto lo sintió cuando lo conoció y hablaron?

-Tuve una sensación que a veces me da vergüenza trasmitir porque parece que le quitara responsabilidad: que era un tipo que no estaba bien de la cabeza, que estaba loco. La locura de quien no es consciente de lo que hizo. Me refiero no tanto a su actuación pública sino a su actuación privada. Fui a Buenos Aires porque era un personaje del que escuché hablar 40 años, no lo conocía y me picaba la curiosidad. Y por darle el gusto a mi padre de no entorpecer la relación que había intentado recomponer. Me empezó a preguntar por gente a la que yo no conocía porque había muerto hace 30 años. Y él intentaba hablar de esa gente como si estuviese viva, como si hubiese congelado 40 años en los que estuvo ausente. Lo poco que hablamos de su actuación en el Ejército también me dio la sensación de que no se hacía cargo de la represión y de la actuación histórica del Ejército en Argentina como un actor político nefasto. Decía: “Me echaron de la Universidad por ser milico”. ¿No te das cuenta de lo que hicieron por más de 50 años como para que ahora te quejes? O cuando me dijo: “Esto en un país serio no pasa”. Tu institución tiene una responsabilidad muy grande de que el país no haya alcanzado la seriedad que ahora le reclamas.

-Tu hermana Andrea, tu mamá Susana, tu fallecida tía Silvia, ¿se resistieron a que cuentes la historia?

-Todo lo contrario: sabían del libro y me ayudaron. Sobre todo mi madre me ayudó muchísimo para recordar. En mi familia no hubo ningún reproche porque el reproche a mi tío en mi familia es general. No era una cosa mía. De hecho mi hermana nunca lo quiso conocer. Nos decía: “Con este tipo no quiero saber nada, no me cuenten nada, no es parte de mi familia ni de mi vida”. Se desentendió absolutamente. Pero no hubo en absoluto ningún resquemor en mi familia a que contara esta historia. Lo único es que yo tenía la sensación de que no podía hacerlo con mi padre vivo, no porque se fuese a oponer sino por el sufrimiento que le causaba esta historia. Hubiese sido un sufrimiento añadido. No que se publicara sino el hurgar, el preguntar. Mi padre es el único en la familia que tenía un sentimiento contradictorio: “Es lo que es pero es mi hermano”. Tenía un comportamiento dual que asumía en solitario y no pretendía que nadie más se hiciera cargo. Cuando le dije “Si mi tío pisa España yo lo denuncio para que vaya preso”, ni siquiera eso me reprochó: Me dijo: “Hacé lo que te parezca”. Nunca me dijo “no lo hagas”.

-Entrevistó a Hilda Fredes y Silvia Valemberg, ¿cómo es hablar con las víctimas siendo pariente del victimario?

-Fue una experiencia interesante. Catártica. Con Hilda nunca sentí que me hiciera a mí responsable de nada. Me atendió como a cualquier periodista. Y Silvia me atendió bien pero me recordaba que mi apellido le traía muy malos recuerdos y que antes de aceptar buscó referencias para saber quién era yo. Entiendo perfectamente que su temor era que estuviese intentando escribir algo para blanquear la historia de mi tío. Hubo una desconfianza inicial y no se guardó nada de lo que pensaba que era mi tío. La conversación fue siempre amable pero la experiencia fue muy fuerte.

-¿Por qué la ruptura de Barbot con su padre?

-Cada día tiendo más a pensar que fue por alguna pelotudez. Mucho tiempo tuve una gran curiosidad, es algo de lo que no hablaron mi tío ni mi abuelo. Mi tío pudo pensar que por su vinculación con el peronismo, su padre le podía causar algún problema en la carrera militar. Actuó de una forma egoísta, entre otras cualidades perversas que tenía mi tío. Conozco muchos casos de alguien que se pelea con su familia pero ningún otro que se cambie el apellido. No hace falta si no hay un elemento que quieras romper. Hay algo que no me atrevo mucho a decir por miedo a que me malinterpreten: es como que mi tío se desapareció a sí mismo. No quiero en ningún caso ponerlo en ningún plano de igualdad ni semejanza con las víctimas del Terrorismo de Estado, pero esa actitud patológica de borrar rastros calza muy bien con su institución y su forma de actuar, de suponer que se puede borrar la historia. El Ejército lo hizo permanentemente, como prohibir el nombre de Perón o desaparecer 30 mil personas. Su madre buscó a mí tío más de 20 años hasta que murió. Ni siquiera por humanidad fue capaz de aparecer. Con mi abuela no había tenido ningún problema, en todo caso fue con mi abuelo. Con mi padre lo mismo. Tuvo un acto de crueldad con toda su familia.

Adelantos de un libro imprescindible

Carlos no acudió al casamiento de mis padres, que se celebró en la Catedral de San Isidro en diciembre de 1960.

El segundo hijo del matrimonio de Carlos y Martha, Pablo, nació en un hospital privado de San Isidro en julio de 1961. En ese momento, el oficial seguía destinado en la ciudad de La Plata. Pese a que el contacto con su hijo era por poco, inexistente, el abuelo Rober se enteró del nacimiento por una llamada del propio Carlos. El abuelo decidió que sería buena idea que mi madre, entonces embarazada de su primera hija y quien tenía una buena relación con Martha, se presentara en la clínica para conocer al pequeño e intentar mediar para que los abuelos pudieran conocer a su nieto.

Hermanos. Desde la izquierda, Silvia, Héctor y Carlos durante un reencuentro en Argentina, cuando Barbot intentó recuperar el vínculo.

Mamá, que por entonces tenía veintitrés años, aceptó el encargo y se presentó en el hospital. Su recuerdo es el de un recibimiento cordial y cariñoso. Martha, aún convaleciente, estaba acompañada por su madre, que la ayudaba con el recién nacido. Las cuñadas intercambiaron comentarios acerca del crecimiento de la familia y mamá sostuvo al bebé en sus brazos. Se despidieron con cordialidad.

Cuando regresó de la visita, los suegros la esperaban. Mamá relató con detalle el encuentro y decidieron que se había abierto una puerta para la reconciliación.
Días después, la abuela Dela y la tía Silvia, su hija menor que por entonces tenía diecinueve años, se presentaron en la casa de Cali en San Isidro para conocer al nuevo miembro de la familia.

La madre de Martha las hizo pasar y les pidió que esperaran en el salón mientras Martha terminaba de amamantar al niño.

Las dos mujeres esperaron solas durante un rato que les hizo eterno. Había pasado cerca de una hora cuando la mujer de Cali entró en el salón. No llevaba al niño.

-Les pido que se vayan, ustedes no son bienvenidas en esta casa.

La abuela Dela intentó protestar, pero fue cortada en seco por su nuera.

-Esto ya está hablado con Carlos y él está de acuerdo-, dijo.

La abuela Dela y Silvia abandonaron la casa sin poder ver al recién nacido. A partir de ese día Cali cortó todo contacto con su familia.

Poco después sus padres se enterarían, con dolor, de que su hijo mayor había decidido modificar su apellido quitando una “t” y la “a” final.

A partir de entonces, y hasta el día de su muerte, se llamaría Carlos Alberto Barbot.

Preguntas, Buenos Aires. 1999

Las únicas víctimas que papá aceptaba en el drama familiar que supuso la desaparición voluntaria de su hermano eran sus padres. Ante el sufrimiento que el abuelo Rober y la abuela Dela padecían, papá los acompañaba, pero nunca se sintió víctima. Tampoco admitía que nadie más lo hiciera. De su boca salían reproches por el sufrimiento al que se había sometido a sus padres, nunca por el propio dolor de haber perdido sin explicación al hermano mayor con el que había compartido los primeros veinticuatro años de su vida. Papá prefería llevar el sufrimiento en silencio y se negaba a compartirlo, mucho menos a transmitírselo a sus hijos.

La ausencia inexplicable del hermano en su casamiento, en el nacimiento de sus tres hijos y sobre todo, la falta de una palabra de aliento tras la muerte prematura del más pequeño de ellos, lo laceraban en la más absoluta soledad. El silencio era la forma que había elegido para no compartir ni transmitir el dolor ni a su mujer ni a sus hijos. Era su problema y de nadie más. Cuando surgía el tema, muy de tanto en tanto, dibujaba una sonrisa que nunca le llegaba hasta los ojos y actuaba como si el asunto no fuese con él.
La falta de una explicación sobre lo que había pasado entre su padre y su hermano, la incógnita sobre el origen de esa ausencia voluntaria era una parte inseparable del dolor. Esa tarde de abril de 1999, en la cafetería del Círculo Militar de Plaza San Martin, papá quiso acabar al menos con la incógnita.

¿Cuál fue la dimensión de la ofensa? ¿Qué pudo haber sido tan importante para provocar una condena que acompañaría a sus padres hasta el día de su muerte y al resto de su familia durante cuarenta años?

Hasta ese momento el encuentro se desarrollaba en una zona gris. Había cordialidad, sí, incluso afecto, pero quienes estaban frente a frente eran más dos desconocidos que dos hermanos. Cuarenta años de separación habían creado una distancia que, ambos sabían, sólo se paliaría con tiempo y no con una hora y media de reunión en una cafetería.
-¿Por qué te peleaste con papá? ¿Por qué no apareciste ni siquiera cuando se estaba muriendo? Desde la cama del hospital él preguntaba por vos. Me hizo prometerle que te encontraría antes de que muriera.

Papá creía que el intercambio inicial de información había creado el clima adecuado para lanzar esa pregunta. La respuesta de su hermano le hizo entender lo que equivocado que estaba.

Con la mayor frialdad, Cali le dijo que no estaba dispuesto a hablar de la causa de la ruptura. Que como el abuelo, él también se llevaría el secreto a la tumba y que si papá insistía en conocer los motivos de una pelea que se había si producido cuarenta años antes, el encuentro se terminaba en ese momento y para siempre.

Protagonista. Héctor Barbotta con su libro, un documento que sirve para entender al represor.

Es posible que papá lo mirara a los ojos, aceptara sin pronunciar palabra no volver a sacar el tema y entendiera, en ese momento, que aquel era un reencuentro imposible. Que aunque se pusieran al día con las últimas novedades y se mostraran fotos de sus respectivos nietos, aunque hubiese después nuevos encuentros y se programaran viajes y reuniones que implicaran a otros miembros de la familia, no había puente posible que pudiera salvar el abismo cavado durante cuatro décadas.

Es probable que cayera en la cuenta de que no estaba ahí para volver a reunirse con el hermano que había perdido en 1960, sino para intentar encontrar en aquel desconocido que se sentaba frente a él en la cafetería del Círculo Militar lo que quedara del hermano que había dejado de serlo hace tanto tiempo. Estaba ahí para ver qué se podía rescatar de los restos de lo que había sido aquella relación, como quien vuelve a un mal libro con las páginas amarillentas, unas que se rasgan con el simple contacto de las manos, y comprueba que la relectura, mucho tiempo después, no despierta nada parecido a la emoción de la primera vez, que la obra no ha resistido el paso del tiempo.

Sin embargo, incluso para que ese reencuentro parcial e insuficiente fuera posible, creyó necesario escuchar la respuesta a otra pregunta.

-¿Vos secuestraste y torturaste a Amaya?#

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Evolución. Barbot, con su gorra militar y sus hermanos Héctor y Silvia; en un operativo en Trelew y ya retirado, en Capital Federal.
20 NOV 2022 - 20:20

Por Rolando Tobarez / @rtobarez

Carlos Alberto Barbotta se inventó un pasado sin padre, sin madre, sin hermano, sin hermana, sin cuñados, sin sobrinos. Incluso sin él mismo: de su apellido extirpó la “t” y la “a”. Borró todo para ser Barbot. Sus motivos se los llevó a la tumba.

En Chubut fue célebre como pieza clave de la feroz represión de los 70. Lo imputaron en casos de lesa humanidad pero murió antes de ir a juicio. Era teniente coronel. Fue dueño de una agencia de seguridad en Trelew. Poco más se supo nunca de su verdadera historia.

Ese vacío lo llenó ahora su sobrino Héctor Barbotta. Es periodista de Diario Sur en Sevilla, España, y reconstruyó el trayecto y el perfil de Barbot, a quien la familia llamaba “Cali”. El producto: “El tío francés”, de Ediciones el Genal, un libro a 10 mil kilómetros de distancia repleto de datos inéditos sobre el represor pero con un drama familiar de fondo: una pelea irreconciliable del militar con su padre Rober, abuelo del autor. Nadie sabe la razón.

Barbot se alejó de la familia durante cuatro décadas y su gesto definitivo fue cambiarse el apellido. Cortó todo contacto y rechazó cualquier vínculo con sus hermanos y sus padres, que murieron llorando su ausencia intencional. De a poco construyó de sí mismo un militar duro, inolvidable para sus víctimas. En paralelo, Barbotta y su familia se mudaron a España.

Barbot reaparece, viejo y enfermo, cuando ya vivía en Trelew. Su hermano viajó a Buenos Aires para un par de charlas a solas, que el libro refleja.

Hablan de todo, incluso de su responsabilidad en los secuestros de Hipólito Solari Yrigoyen, Mario Abel Amaya, Elvio Bel y Jorge Valemberg.

Solamente hay un tema que un inflexible Barbot no explicaría nunca: su quiebre con la familia. El contacto entre los hermanos fue un intento de reconciliación, que sin embargo no fraguó del todo.

Tras la muerte de su padre, Barbotta recibió de su madre Susana una caja con recortes, cartas y documentos vinculados a Barbot. Buena parte de ese material se refleja en el texto.

El propio autor viajó al país para enfrentarse cara a cara con su tío, para querer saber.

Y para su libro fue por más: entrevistó a Hilda Fredes, viuda de Bel, y a Silvia Valemberg, hija del concejal de Bahía Blanca.

Deuda saldada

-¿Cómo definiría su libro?

-Es saldar dos deudas pendientes. Una con mi país, porque nunca escribí nada sobre Argentina, toda mi carrera profesional la hice en España. Y otra con la historia de mi familia. Es una catarsis y un ajustar cuentas con mi tío. Cuando uno construye una mentira durante 40 años, la forma de combatirlo es contar la verdad.

-¿Saldó la deuda?

-Sí. Tenía necesidad de contar esta historia. No es que lo haya ocultado pero no es un vínculo del que pueda sentirme orgulloso. Muchas veces no hablaba de él o lo hacía con gente de mucha confianza. Sobre todo porque corres el riesgo estúpido de que te identifiquen mal. Después me di cuenta de que era una historia que debía contar sin ningún tipo de complejos.

-¿Cómo definiría a su tío Carlos Barbot?

-Todas las personas somos complejas. Hay dos grandes reproches que hacerle. Una su actuación pública, que todos conocen y mucha gente sufrió; desde lo familiar, por su comportamiento privado. En el entramado de la represión, sin que se malinterprete, fue un personaje secundario pero necesario, con toda la maldad que puede acumular. Lo comparo con los contables de los campos de concentración de la Alemania nazi, que banalizaban su trabajo. No accionaban la cámara del gas ni le pegaban un tiro al prisionero pero eran personajes imprescindibles para que esa maquinaria de horror funcionara. Hubo muchos en la dictadura que posiblemente no torturaron personalmente y se limitaron a cumplir lo que consideraban su deber, y fueron un engranaje necesario. A mi tío lo marco en esa categoría. Sin los personajes secundarios la maquinaria no era posible. Aún con la gravedad de lo que digo, posiblemente esté banalizando su actuación porque no estoy seguro de que sea un personaje secundario en esa zona. Por sus conversaciones con mi papá y conmigo me da la impresión de que le quitaba importancia a lo que había hecho. Como si lo hubieran hecho otros o que no hizo otra cosa que cumplir con su deber. Su papel fue imprescindible y no se le puede quitar ni un mínimo de responsabilidad.

-¿A esto lo sintió cuando lo conoció y hablaron?

-Tuve una sensación que a veces me da vergüenza trasmitir porque parece que le quitara responsabilidad: que era un tipo que no estaba bien de la cabeza, que estaba loco. La locura de quien no es consciente de lo que hizo. Me refiero no tanto a su actuación pública sino a su actuación privada. Fui a Buenos Aires porque era un personaje del que escuché hablar 40 años, no lo conocía y me picaba la curiosidad. Y por darle el gusto a mi padre de no entorpecer la relación que había intentado recomponer. Me empezó a preguntar por gente a la que yo no conocía porque había muerto hace 30 años. Y él intentaba hablar de esa gente como si estuviese viva, como si hubiese congelado 40 años en los que estuvo ausente. Lo poco que hablamos de su actuación en el Ejército también me dio la sensación de que no se hacía cargo de la represión y de la actuación histórica del Ejército en Argentina como un actor político nefasto. Decía: “Me echaron de la Universidad por ser milico”. ¿No te das cuenta de lo que hicieron por más de 50 años como para que ahora te quejes? O cuando me dijo: “Esto en un país serio no pasa”. Tu institución tiene una responsabilidad muy grande de que el país no haya alcanzado la seriedad que ahora le reclamas.

-Tu hermana Andrea, tu mamá Susana, tu fallecida tía Silvia, ¿se resistieron a que cuentes la historia?

-Todo lo contrario: sabían del libro y me ayudaron. Sobre todo mi madre me ayudó muchísimo para recordar. En mi familia no hubo ningún reproche porque el reproche a mi tío en mi familia es general. No era una cosa mía. De hecho mi hermana nunca lo quiso conocer. Nos decía: “Con este tipo no quiero saber nada, no me cuenten nada, no es parte de mi familia ni de mi vida”. Se desentendió absolutamente. Pero no hubo en absoluto ningún resquemor en mi familia a que contara esta historia. Lo único es que yo tenía la sensación de que no podía hacerlo con mi padre vivo, no porque se fuese a oponer sino por el sufrimiento que le causaba esta historia. Hubiese sido un sufrimiento añadido. No que se publicara sino el hurgar, el preguntar. Mi padre es el único en la familia que tenía un sentimiento contradictorio: “Es lo que es pero es mi hermano”. Tenía un comportamiento dual que asumía en solitario y no pretendía que nadie más se hiciera cargo. Cuando le dije “Si mi tío pisa España yo lo denuncio para que vaya preso”, ni siquiera eso me reprochó: Me dijo: “Hacé lo que te parezca”. Nunca me dijo “no lo hagas”.

-Entrevistó a Hilda Fredes y Silvia Valemberg, ¿cómo es hablar con las víctimas siendo pariente del victimario?

-Fue una experiencia interesante. Catártica. Con Hilda nunca sentí que me hiciera a mí responsable de nada. Me atendió como a cualquier periodista. Y Silvia me atendió bien pero me recordaba que mi apellido le traía muy malos recuerdos y que antes de aceptar buscó referencias para saber quién era yo. Entiendo perfectamente que su temor era que estuviese intentando escribir algo para blanquear la historia de mi tío. Hubo una desconfianza inicial y no se guardó nada de lo que pensaba que era mi tío. La conversación fue siempre amable pero la experiencia fue muy fuerte.

-¿Por qué la ruptura de Barbot con su padre?

-Cada día tiendo más a pensar que fue por alguna pelotudez. Mucho tiempo tuve una gran curiosidad, es algo de lo que no hablaron mi tío ni mi abuelo. Mi tío pudo pensar que por su vinculación con el peronismo, su padre le podía causar algún problema en la carrera militar. Actuó de una forma egoísta, entre otras cualidades perversas que tenía mi tío. Conozco muchos casos de alguien que se pelea con su familia pero ningún otro que se cambie el apellido. No hace falta si no hay un elemento que quieras romper. Hay algo que no me atrevo mucho a decir por miedo a que me malinterpreten: es como que mi tío se desapareció a sí mismo. No quiero en ningún caso ponerlo en ningún plano de igualdad ni semejanza con las víctimas del Terrorismo de Estado, pero esa actitud patológica de borrar rastros calza muy bien con su institución y su forma de actuar, de suponer que se puede borrar la historia. El Ejército lo hizo permanentemente, como prohibir el nombre de Perón o desaparecer 30 mil personas. Su madre buscó a mí tío más de 20 años hasta que murió. Ni siquiera por humanidad fue capaz de aparecer. Con mi abuela no había tenido ningún problema, en todo caso fue con mi abuelo. Con mi padre lo mismo. Tuvo un acto de crueldad con toda su familia.

Adelantos de un libro imprescindible

Carlos no acudió al casamiento de mis padres, que se celebró en la Catedral de San Isidro en diciembre de 1960.

El segundo hijo del matrimonio de Carlos y Martha, Pablo, nació en un hospital privado de San Isidro en julio de 1961. En ese momento, el oficial seguía destinado en la ciudad de La Plata. Pese a que el contacto con su hijo era por poco, inexistente, el abuelo Rober se enteró del nacimiento por una llamada del propio Carlos. El abuelo decidió que sería buena idea que mi madre, entonces embarazada de su primera hija y quien tenía una buena relación con Martha, se presentara en la clínica para conocer al pequeño e intentar mediar para que los abuelos pudieran conocer a su nieto.

Hermanos. Desde la izquierda, Silvia, Héctor y Carlos durante un reencuentro en Argentina, cuando Barbot intentó recuperar el vínculo.

Mamá, que por entonces tenía veintitrés años, aceptó el encargo y se presentó en el hospital. Su recuerdo es el de un recibimiento cordial y cariñoso. Martha, aún convaleciente, estaba acompañada por su madre, que la ayudaba con el recién nacido. Las cuñadas intercambiaron comentarios acerca del crecimiento de la familia y mamá sostuvo al bebé en sus brazos. Se despidieron con cordialidad.

Cuando regresó de la visita, los suegros la esperaban. Mamá relató con detalle el encuentro y decidieron que se había abierto una puerta para la reconciliación.
Días después, la abuela Dela y la tía Silvia, su hija menor que por entonces tenía diecinueve años, se presentaron en la casa de Cali en San Isidro para conocer al nuevo miembro de la familia.

La madre de Martha las hizo pasar y les pidió que esperaran en el salón mientras Martha terminaba de amamantar al niño.

Las dos mujeres esperaron solas durante un rato que les hizo eterno. Había pasado cerca de una hora cuando la mujer de Cali entró en el salón. No llevaba al niño.

-Les pido que se vayan, ustedes no son bienvenidas en esta casa.

La abuela Dela intentó protestar, pero fue cortada en seco por su nuera.

-Esto ya está hablado con Carlos y él está de acuerdo-, dijo.

La abuela Dela y Silvia abandonaron la casa sin poder ver al recién nacido. A partir de ese día Cali cortó todo contacto con su familia.

Poco después sus padres se enterarían, con dolor, de que su hijo mayor había decidido modificar su apellido quitando una “t” y la “a” final.

A partir de entonces, y hasta el día de su muerte, se llamaría Carlos Alberto Barbot.

Preguntas, Buenos Aires. 1999

Las únicas víctimas que papá aceptaba en el drama familiar que supuso la desaparición voluntaria de su hermano eran sus padres. Ante el sufrimiento que el abuelo Rober y la abuela Dela padecían, papá los acompañaba, pero nunca se sintió víctima. Tampoco admitía que nadie más lo hiciera. De su boca salían reproches por el sufrimiento al que se había sometido a sus padres, nunca por el propio dolor de haber perdido sin explicación al hermano mayor con el que había compartido los primeros veinticuatro años de su vida. Papá prefería llevar el sufrimiento en silencio y se negaba a compartirlo, mucho menos a transmitírselo a sus hijos.

La ausencia inexplicable del hermano en su casamiento, en el nacimiento de sus tres hijos y sobre todo, la falta de una palabra de aliento tras la muerte prematura del más pequeño de ellos, lo laceraban en la más absoluta soledad. El silencio era la forma que había elegido para no compartir ni transmitir el dolor ni a su mujer ni a sus hijos. Era su problema y de nadie más. Cuando surgía el tema, muy de tanto en tanto, dibujaba una sonrisa que nunca le llegaba hasta los ojos y actuaba como si el asunto no fuese con él.
La falta de una explicación sobre lo que había pasado entre su padre y su hermano, la incógnita sobre el origen de esa ausencia voluntaria era una parte inseparable del dolor. Esa tarde de abril de 1999, en la cafetería del Círculo Militar de Plaza San Martin, papá quiso acabar al menos con la incógnita.

¿Cuál fue la dimensión de la ofensa? ¿Qué pudo haber sido tan importante para provocar una condena que acompañaría a sus padres hasta el día de su muerte y al resto de su familia durante cuarenta años?

Hasta ese momento el encuentro se desarrollaba en una zona gris. Había cordialidad, sí, incluso afecto, pero quienes estaban frente a frente eran más dos desconocidos que dos hermanos. Cuarenta años de separación habían creado una distancia que, ambos sabían, sólo se paliaría con tiempo y no con una hora y media de reunión en una cafetería.
-¿Por qué te peleaste con papá? ¿Por qué no apareciste ni siquiera cuando se estaba muriendo? Desde la cama del hospital él preguntaba por vos. Me hizo prometerle que te encontraría antes de que muriera.

Papá creía que el intercambio inicial de información había creado el clima adecuado para lanzar esa pregunta. La respuesta de su hermano le hizo entender lo que equivocado que estaba.

Con la mayor frialdad, Cali le dijo que no estaba dispuesto a hablar de la causa de la ruptura. Que como el abuelo, él también se llevaría el secreto a la tumba y que si papá insistía en conocer los motivos de una pelea que se había si producido cuarenta años antes, el encuentro se terminaba en ese momento y para siempre.

Protagonista. Héctor Barbotta con su libro, un documento que sirve para entender al represor.

Es posible que papá lo mirara a los ojos, aceptara sin pronunciar palabra no volver a sacar el tema y entendiera, en ese momento, que aquel era un reencuentro imposible. Que aunque se pusieran al día con las últimas novedades y se mostraran fotos de sus respectivos nietos, aunque hubiese después nuevos encuentros y se programaran viajes y reuniones que implicaran a otros miembros de la familia, no había puente posible que pudiera salvar el abismo cavado durante cuatro décadas.

Es probable que cayera en la cuenta de que no estaba ahí para volver a reunirse con el hermano que había perdido en 1960, sino para intentar encontrar en aquel desconocido que se sentaba frente a él en la cafetería del Círculo Militar lo que quedara del hermano que había dejado de serlo hace tanto tiempo. Estaba ahí para ver qué se podía rescatar de los restos de lo que había sido aquella relación, como quien vuelve a un mal libro con las páginas amarillentas, unas que se rasgan con el simple contacto de las manos, y comprueba que la relectura, mucho tiempo después, no despierta nada parecido a la emoción de la primera vez, que la obra no ha resistido el paso del tiempo.

Sin embargo, incluso para que ese reencuentro parcial e insuficiente fuera posible, creyó necesario escuchar la respuesta a otra pregunta.

-¿Vos secuestraste y torturaste a Amaya?#


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