Colombia: impactante tapa sobre las víctimas de Pablo Escobar a 30 años de su muerte

Se cumplieron 30 años de la caída de un taquillero criminal, y hoy queremos atravesarnos a esta ruidosa efeméride, cambiar los recuentos de su saga homicida, multiplicada en libros, documentales y películas, para resaltar los nombres de las víctimas que pocos recuerdan. Por ellas es que vale la pena hoy hacer memoria.

03 DIC 2023 - 18:34 | Actualizado 03 DIC 2023 - 18:41

María José Medellín Cano (El Espectador)

Con una rápida revisión de los periódicos, noticieros, portales web y estaciones de radio puedo concluir que muchos quieren hoy recordar lo sucedido el 2 de diciembre de 1993, con la imagen de un hombre muerto tendido sobre un tejado de Medellín, rodeado de policías y civiles. Este escrito quiere atravesarse a esta ruidosa efeméride con las memorias de otro diciembre, siete años antes del referido, cuando los calendarios marcaban el miércoles 17 de diciembre de 1986. Ese día asesinaron a mi abuelo materno, Guillermo Cano Isaza, y ese hecho marcó para siempre la vida del periódico y la de mi familia. Hoy constato con sensible impotencia que la sociedad colombiana reconoce hoy más al victimario que al periodista que entregó su vida por advertir lo que iba a suceder con el mediático capo.

La propuesta para quienes lleguen al final del texto es realizar hoy otro ejercicio de memoria. Olvidarse de la reconstrucción delictiva del taquillero criminal, o de recrear las impunes historias de sus secuaces, para honrar a cualquiera de sus víctimas. Cambiar los recuentos de la saga homicida del victimario, multiplicada en libros, series de televisión, documentales y películas, por algunos de los rostros de sus víctimas que pocos recuerdan. Porque mientras el asesino sigue inmortalizado en grafitis o camisetas, y en Medellín se ofrece a los turistas el tour para recorrer la bitácora narcoterrorista que instaló el mafioso, es improbable que alguien tenga guardado un atuendo con la imagen del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, asesinado el 30 de abril de 1984.

Igual de improbable conseguir las pegatinas del magistrado de la Corte Suprema de Justicia Hernando Baquero Borda o del magistrado del Tribunal Superior de Medellín Gustavo Zuluaga Serna, asesinados en julio y octubre de 1986. Ambos dieron ejemplo de consagración a la justicia, pero ese valor quedó refundido en los archivos que pocos consultan. El primero fue un acérrimo defensor de la extradición de narcotraficantes. Por compromisos académicos no estuvo el día aciago de la toma guerrillera y la retoma militar del Palacio de Justicia, pero ocho meses después lo asesinaron en Bogotá junto a dos inocentes más. El segundo tuvo el coraje de ordenar la primera investigación contra el capo de los hipopótamos y lo asesinaron en presencia de su esposa embarazada.

Tampoco hay libros ni productos sonoros o audiovisuales que cuenten quién fue Tulio Manuel Castro Gil, el juez que se jugó el pellejo al sindicar a los responsables del asesinato de Lara Bonilla y que al igual que el ministro murió acribillado el 23 de julio de 1985. No es posible conseguir el listado completo de ciudadanos del común o policías que fueron asesinados a mansalva o que cayeron en la lotería de los carros bomba. Por estas evidencias, nuestra propuesta para este diciembre con remembranza de 30 años es solo recordar a las víctimas. Pasar de largo por el dossier del delincuente que enseñó a matar a los menores de edad y a los criminales a entronizar sus imperios en las ciudades, y más bien desempolvar los amarillentos periódicos para rescatar a las víctimas anónimas.

A 661 llegó el número después de un rastreo de varias semanas. No existe una base oficial y de antemano, excusas a las familias de quienes faltan en el registro. También abundan los nombres de víctimas en su momento atribuidas al hombre que hoy acapara evocaciones, pero que después se supo pertenecían a los recuentos personales de otros matones.Lo único claro es que cada uno de los 661 nombres que ocupan la primera páginamerecen desde un documental hasta una simple lámina, una artesanía, un oráculo, todo lo que sea posible para gritar desde su ausencia que encontraron la muerte por voluntad de un individuo de cuyo rostro sobran las calcomanías. Me atrevo a garantizar que existen historias más dignificantes que la saga repetida del pistolero que explotó a Colombia con sus chicos malos.

La vida de Aurora Rocha, esposa del juez Tulio Manuel Castro Gil, que sacó adelante a sus cinco hijas entre tres y 15 años cuando “les arrebataron el derecho de crecer con su papá”. O la historia de la fiscal Myriam Rocío Vélez, muerta a balazos junto a sus escoltas el 18 de septiembre de 1992 en Medellín, cuyo nombre está escrito en una placa en la entrada de los juzgados. Fue la última funcionaria que tuvo el expediente de don Guillermo Cano y dejó lista la acusación contra los asesinos de mi abuelo. No se conocen las agallas de sus dos hijos, Marby y Catalina, víctimas que reflejan al país y que, desde la memoria de mi abuelo, el periodista que entregó su vida convencido de que podía vivir en un país decente y que la sociedad merecía una vida en paz, resultan en esta fecha la única motivación para hacer de diciembre un mes de memorias.
Cada una de esas más de 661 víctimas es buen motivo. Los jueces, los magistrados, los policías, los niños, las mujeres, las madres, los padres y también las abuelas y abuelos. En memoria de todos presentamos una muestra diminuta testimonial. Todas y todos están invitados a ver el documental:De cero: la vida después del narcotráfico, trabajo que honra las vidas de quienes ya no están, el coraje de sus herederos de colombianos como decía mi abuelo Guillermo, que “ante fenómenos que compulsan al desaliento y la desesperanza”, serán capaces “de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más justa, más honesta y más próspera”. La elección deEl Espectadoren 136 años de existencia es acompañar a las víctimas, sus familias y todos los que tuvieron que seguir adelante a pesar del horror.

03 DIC 2023 - 18:34

María José Medellín Cano (El Espectador)

Con una rápida revisión de los periódicos, noticieros, portales web y estaciones de radio puedo concluir que muchos quieren hoy recordar lo sucedido el 2 de diciembre de 1993, con la imagen de un hombre muerto tendido sobre un tejado de Medellín, rodeado de policías y civiles. Este escrito quiere atravesarse a esta ruidosa efeméride con las memorias de otro diciembre, siete años antes del referido, cuando los calendarios marcaban el miércoles 17 de diciembre de 1986. Ese día asesinaron a mi abuelo materno, Guillermo Cano Isaza, y ese hecho marcó para siempre la vida del periódico y la de mi familia. Hoy constato con sensible impotencia que la sociedad colombiana reconoce hoy más al victimario que al periodista que entregó su vida por advertir lo que iba a suceder con el mediático capo.

La propuesta para quienes lleguen al final del texto es realizar hoy otro ejercicio de memoria. Olvidarse de la reconstrucción delictiva del taquillero criminal, o de recrear las impunes historias de sus secuaces, para honrar a cualquiera de sus víctimas. Cambiar los recuentos de la saga homicida del victimario, multiplicada en libros, series de televisión, documentales y películas, por algunos de los rostros de sus víctimas que pocos recuerdan. Porque mientras el asesino sigue inmortalizado en grafitis o camisetas, y en Medellín se ofrece a los turistas el tour para recorrer la bitácora narcoterrorista que instaló el mafioso, es improbable que alguien tenga guardado un atuendo con la imagen del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, asesinado el 30 de abril de 1984.

Igual de improbable conseguir las pegatinas del magistrado de la Corte Suprema de Justicia Hernando Baquero Borda o del magistrado del Tribunal Superior de Medellín Gustavo Zuluaga Serna, asesinados en julio y octubre de 1986. Ambos dieron ejemplo de consagración a la justicia, pero ese valor quedó refundido en los archivos que pocos consultan. El primero fue un acérrimo defensor de la extradición de narcotraficantes. Por compromisos académicos no estuvo el día aciago de la toma guerrillera y la retoma militar del Palacio de Justicia, pero ocho meses después lo asesinaron en Bogotá junto a dos inocentes más. El segundo tuvo el coraje de ordenar la primera investigación contra el capo de los hipopótamos y lo asesinaron en presencia de su esposa embarazada.

Tampoco hay libros ni productos sonoros o audiovisuales que cuenten quién fue Tulio Manuel Castro Gil, el juez que se jugó el pellejo al sindicar a los responsables del asesinato de Lara Bonilla y que al igual que el ministro murió acribillado el 23 de julio de 1985. No es posible conseguir el listado completo de ciudadanos del común o policías que fueron asesinados a mansalva o que cayeron en la lotería de los carros bomba. Por estas evidencias, nuestra propuesta para este diciembre con remembranza de 30 años es solo recordar a las víctimas. Pasar de largo por el dossier del delincuente que enseñó a matar a los menores de edad y a los criminales a entronizar sus imperios en las ciudades, y más bien desempolvar los amarillentos periódicos para rescatar a las víctimas anónimas.

A 661 llegó el número después de un rastreo de varias semanas. No existe una base oficial y de antemano, excusas a las familias de quienes faltan en el registro. También abundan los nombres de víctimas en su momento atribuidas al hombre que hoy acapara evocaciones, pero que después se supo pertenecían a los recuentos personales de otros matones.Lo único claro es que cada uno de los 661 nombres que ocupan la primera páginamerecen desde un documental hasta una simple lámina, una artesanía, un oráculo, todo lo que sea posible para gritar desde su ausencia que encontraron la muerte por voluntad de un individuo de cuyo rostro sobran las calcomanías. Me atrevo a garantizar que existen historias más dignificantes que la saga repetida del pistolero que explotó a Colombia con sus chicos malos.

La vida de Aurora Rocha, esposa del juez Tulio Manuel Castro Gil, que sacó adelante a sus cinco hijas entre tres y 15 años cuando “les arrebataron el derecho de crecer con su papá”. O la historia de la fiscal Myriam Rocío Vélez, muerta a balazos junto a sus escoltas el 18 de septiembre de 1992 en Medellín, cuyo nombre está escrito en una placa en la entrada de los juzgados. Fue la última funcionaria que tuvo el expediente de don Guillermo Cano y dejó lista la acusación contra los asesinos de mi abuelo. No se conocen las agallas de sus dos hijos, Marby y Catalina, víctimas que reflejan al país y que, desde la memoria de mi abuelo, el periodista que entregó su vida convencido de que podía vivir en un país decente y que la sociedad merecía una vida en paz, resultan en esta fecha la única motivación para hacer de diciembre un mes de memorias.
Cada una de esas más de 661 víctimas es buen motivo. Los jueces, los magistrados, los policías, los niños, las mujeres, las madres, los padres y también las abuelas y abuelos. En memoria de todos presentamos una muestra diminuta testimonial. Todas y todos están invitados a ver el documental:De cero: la vida después del narcotráfico, trabajo que honra las vidas de quienes ya no están, el coraje de sus herederos de colombianos como decía mi abuelo Guillermo, que “ante fenómenos que compulsan al desaliento y la desesperanza”, serán capaces “de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más justa, más honesta y más próspera”. La elección deEl Espectadoren 136 años de existencia es acompañar a las víctimas, sus familias y todos los que tuvieron que seguir adelante a pesar del horror.


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