Humanizar al monstruo

Historias del crimen.

21 MAR 2016 - 21:51 | Actualizado

Por Daniel Schulman / Psicólogo forense

Era feo. El tipo era feo. Nadie quería mirarlo siquiera ni tenerlo cerca. Además de su fealdad, tenía un olor nauseabundo y rancio indescriptible.

Vivía en una choza que había armado con cartones, chapas, y algunas maderas, al costado de la vía del tren, cerca de una ciudad cercana a Santiago de Chile, unos pocos kilómetros al sur. Vivía allí con su esposa y sus cinco hijos, en la más absoluta de las pobrezas. Eran todos ellos indigentes, personas fuera del sistema, excluidos totales.

A tal punto era esa exclusión, que muchos de sus hijos no estaban registrados en el registro de las personas. Su nacimiento no había sido denunciado frente a las autoridades, por lo que era más difícil, con este escenario, su inclusión en el sistema.

Todos eran analfabetos. Ninguno sabía lo que era el dinero ni mucho menos para qué servía. Sus condiciones de vida eran deplorables. Su choza no tenía el más mínimo servicio que contuviera la indolente vida de todos ellos.

Sus hábitos de vida eran muy rudimentarios. Se levantaban a cualquier hora, salían a cirujear, y lo que se podían mandar al buche, hacia allá iba. Luego, no participaban de ninguna actividad. No hacían nada de nada que tuviera que ver con la inclusión en la sociedad. Su vida pasaba al costado del camino.

Y así, un día como cualquier otro, el padre, se levantó cruzado y los mató a todos a golpes. No quedó uno solo. Todos murieron bajo su ley, que era la del más fuerte. Y así, un día, llegaron los carabineros, con una orden judicial para arrestarlo. No sabían ni su nombre. Ese dato no estaba en la orden judicial. Todo había comenzado por un fulano que pasó cerca del lugar de residencia y vio cómo el padre enterraba los cuerpos. Dio aviso y así el Estado, por primera vez, se encargó de todos ellos.

El padre de familia, ese ser atávico y muy rudimentario, fue condenado por los homicidios de su esposa y sus hijos. Se alojó en un primer momento en una prisión de máxima seguridad, pero con el tiempo comenzó a demostrar que podía ir incorporando y adoptando hábitos que no fueran agresivos, y su modo de relacionarse con los otros fue en franco desarrollo positivo. Ya no utilizaba sólo la fuerza, sino que también podía comenzar a hacer un uso más favorable del lenguaje.

Los profesionales que lo atendían vieron que evolucionaba muy bien, y sugirieron que fuera trasladado a una prisión con mayor oferta de actividades que implicaran adoptar mejores habilidades sociales y laborales. Así fue que lo trasladaron y se adaptó muy bien al nuevo ambiente.

Aprendió lentamente a leer y escribir. Pudo comenzar a estudiar algunas pocas cosas, y adquirió habilidades del oficio de carpintería, pero luego descubrió que se llevaba mejor con la mecánica. Se desarrolló muy bien en ese palo, y hasta llegó a estar contento consigo mismo por tales logros.

El equipo de profesionales, durante su tratamiento, observó que hubo una serie de cambios subjetivos muy favorables. Se lo observaba arrepentido, muy angustiado, y por fin podía poner en palabras todos los sucesos cometidos que generaron su condena penal y lo que le generaba como persona haber hecho todo eso. Ya no era el mismo que había entrado a prisión. De aquel monstruo original poco quedaba. Progresivamente se iba humanizando.

Pero su cuestión procesal todavía no estaba cerrada. Pesaban varias condenadas sobre él: una por cada uno de sus muertos, y su expediente, entre idas y vueltas, pululaba por oficinas judiciales y se engrosaba de tecnicismos jurídicos y de informes técnico-profesionales. Así, un día, ese expediente llegó a la última oficina de alzada jurídica, esa oficina que con su firma no deja lugar para que se quite ni se agregue nada. La sentencia final.

Y la sentencia final decía que se lo condenaba a muerte. Pena de muerte, como se suele conocer. Desconozco los detalles técnicos jurídicos al respecto, pero lo cierto es que después de haber atravesado todo ese proceso de humanización, de adquisición de habilidades sociales y laborales, de aprender a vivir en sociedad sin recurrir a la violencia, de reconocer sus sentimientos y ponerlos en palabras, de aprender a leer y escribir… Después de todo eso que aprendió, se lo condenó a muerte.

Cuando le transmitieron la noticia, se conmovió como nunca antes le hubiera sucedido sin haber pasado por la prisión. Había logrado empatizar con muchos otros reclusos y los profesionales y técnicos de la seguridad penitenciaria hasta sentían cierto orgullo en ver en cómo había cambiado el padre de familia.

Un buen día, como cualquier otro, se sentó en la silla eléctrica, y cuando fue preguntado acerca de si tenía alguna última palabra, dijo: “Ojalá mis hijos y mi mujer vieran el hombre en el que me convertí”.

Ese monstruo que ya no era, murió como un tipo normal. A pesar de la atrocidad que había cometido, muchos se acongojaron con su partida.

21 MAR 2016 - 21:51

Por Daniel Schulman / Psicólogo forense

Era feo. El tipo era feo. Nadie quería mirarlo siquiera ni tenerlo cerca. Además de su fealdad, tenía un olor nauseabundo y rancio indescriptible.

Vivía en una choza que había armado con cartones, chapas, y algunas maderas, al costado de la vía del tren, cerca de una ciudad cercana a Santiago de Chile, unos pocos kilómetros al sur. Vivía allí con su esposa y sus cinco hijos, en la más absoluta de las pobrezas. Eran todos ellos indigentes, personas fuera del sistema, excluidos totales.

A tal punto era esa exclusión, que muchos de sus hijos no estaban registrados en el registro de las personas. Su nacimiento no había sido denunciado frente a las autoridades, por lo que era más difícil, con este escenario, su inclusión en el sistema.

Todos eran analfabetos. Ninguno sabía lo que era el dinero ni mucho menos para qué servía. Sus condiciones de vida eran deplorables. Su choza no tenía el más mínimo servicio que contuviera la indolente vida de todos ellos.

Sus hábitos de vida eran muy rudimentarios. Se levantaban a cualquier hora, salían a cirujear, y lo que se podían mandar al buche, hacia allá iba. Luego, no participaban de ninguna actividad. No hacían nada de nada que tuviera que ver con la inclusión en la sociedad. Su vida pasaba al costado del camino.

Y así, un día como cualquier otro, el padre, se levantó cruzado y los mató a todos a golpes. No quedó uno solo. Todos murieron bajo su ley, que era la del más fuerte. Y así, un día, llegaron los carabineros, con una orden judicial para arrestarlo. No sabían ni su nombre. Ese dato no estaba en la orden judicial. Todo había comenzado por un fulano que pasó cerca del lugar de residencia y vio cómo el padre enterraba los cuerpos. Dio aviso y así el Estado, por primera vez, se encargó de todos ellos.

El padre de familia, ese ser atávico y muy rudimentario, fue condenado por los homicidios de su esposa y sus hijos. Se alojó en un primer momento en una prisión de máxima seguridad, pero con el tiempo comenzó a demostrar que podía ir incorporando y adoptando hábitos que no fueran agresivos, y su modo de relacionarse con los otros fue en franco desarrollo positivo. Ya no utilizaba sólo la fuerza, sino que también podía comenzar a hacer un uso más favorable del lenguaje.

Los profesionales que lo atendían vieron que evolucionaba muy bien, y sugirieron que fuera trasladado a una prisión con mayor oferta de actividades que implicaran adoptar mejores habilidades sociales y laborales. Así fue que lo trasladaron y se adaptó muy bien al nuevo ambiente.

Aprendió lentamente a leer y escribir. Pudo comenzar a estudiar algunas pocas cosas, y adquirió habilidades del oficio de carpintería, pero luego descubrió que se llevaba mejor con la mecánica. Se desarrolló muy bien en ese palo, y hasta llegó a estar contento consigo mismo por tales logros.

El equipo de profesionales, durante su tratamiento, observó que hubo una serie de cambios subjetivos muy favorables. Se lo observaba arrepentido, muy angustiado, y por fin podía poner en palabras todos los sucesos cometidos que generaron su condena penal y lo que le generaba como persona haber hecho todo eso. Ya no era el mismo que había entrado a prisión. De aquel monstruo original poco quedaba. Progresivamente se iba humanizando.

Pero su cuestión procesal todavía no estaba cerrada. Pesaban varias condenadas sobre él: una por cada uno de sus muertos, y su expediente, entre idas y vueltas, pululaba por oficinas judiciales y se engrosaba de tecnicismos jurídicos y de informes técnico-profesionales. Así, un día, ese expediente llegó a la última oficina de alzada jurídica, esa oficina que con su firma no deja lugar para que se quite ni se agregue nada. La sentencia final.

Y la sentencia final decía que se lo condenaba a muerte. Pena de muerte, como se suele conocer. Desconozco los detalles técnicos jurídicos al respecto, pero lo cierto es que después de haber atravesado todo ese proceso de humanización, de adquisición de habilidades sociales y laborales, de aprender a vivir en sociedad sin recurrir a la violencia, de reconocer sus sentimientos y ponerlos en palabras, de aprender a leer y escribir… Después de todo eso que aprendió, se lo condenó a muerte.

Cuando le transmitieron la noticia, se conmovió como nunca antes le hubiera sucedido sin haber pasado por la prisión. Había logrado empatizar con muchos otros reclusos y los profesionales y técnicos de la seguridad penitenciaria hasta sentían cierto orgullo en ver en cómo había cambiado el padre de familia.

Un buen día, como cualquier otro, se sentó en la silla eléctrica, y cuando fue preguntado acerca de si tenía alguna última palabra, dijo: “Ojalá mis hijos y mi mujer vieran el hombre en el que me convertí”.

Ese monstruo que ya no era, murió como un tipo normal. A pesar de la atrocidad que había cometido, muchos se acongojaron con su partida.


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