El último café de Cirilo

Historias Mínimas, por Ismael Tebes.

19 ABR 2014 - 22:39 | Actualizado

El “café, café” no era casual. Tenía una rutina preestablecida, casi religiosa. Y no podía violarse ningún código: hasta que no se divisaba la figura de Cirilo Fernando nadie osaba cambiar el menú de la mediamañana. Ni hablar del pecado de la traición, cruzando a la barra de los “cafetines” del centro donde había comodidad pero faltaba barrio. Su saco marrón y su gorrito al tono, lo caracterizaron como un legionario infaltable que cumplía irremediablemente su misión. No importaba si lloviera o si el frío –y molesto- viento patagónico, le frenara el envión. El entrañable Cirilo siempre llegaba en el momento justo. El bidón térmico a cuestas, el vaso plástico siempre listo y una frágil memoria para “cobrarle” a veces a sus clientes lo convirtieron en un personaje único, en un símbolo de Comodoro Rivadavia que no debiera perderse en el olvido.

El gran Cirilo, hincha de Boca hasta las amígdalas, campero y bonachón nunca le esquivaba a ninguna charla futbolera o política. O de lo que fuera. Sin importar que se atrasara el recorrido solía convertirse en una especie de “confesionario” y en un vendedor tan hábil como atento. Si habrá gastado suelas en el pedregullo de tanto andar y andar. Vendió litros de café, con la opción del chocolate y hasta de la factura “express” para acompañar y gozó de una vida generosa dándole a su familia lo que necesitaba sin pedirle nada al Estado, sin subsidios, caminando como pocos la Rivadavia o San Martín, las calles a las cuales podía contarle cada baldosa. Había nacido en Río Negro e hizo de todo, antes de especializarse como un catedrático del café, un intelectual del sabor justo. Solía convidar sin egoísmos de su producto inclusive a Narciso, otro “loco lindo” que caminaba las calles con su casco petrolero; sus gritos estentóreos y su cajón de lustrar.

Tan grande solía ser su pasión por el deporte que hasta solía dejar de lado, la cuestión comercial. Aprovechaba su “pase libre” bien ganado como vendedor para mirar las noches de oro del boxeo en el Palacio de los Deportes y años más tarde en el gimnasio Municipal donde debido a la hora, solía cambiar el café por una fresca gaseosa a pedido del soberano. Cuando jugaba el glorioso Huracán del ’70 en los Nacionales en la cancha del barrio Pietrobelli, la venta era lo de menos porque Cirilo gritaba los goles a la par de los plateístas. Más adelante, hizo lo propio en las tribunas del Socios Fundadores cuando en Comodoro Rivadavia recién se empezaba a hablarse de algo que querían llamar Liga de Básquet. Ya con la familia integrada al proyecto, Fernando era uno de los primeros en instalarse en los kioskos del autódromo “General San Martín” cada vez que había una carrera. Y hasta un gran premio lo homenajeó con su nombre alguna vez como mejor muestra de “devolución” a su servicio.

Todavía se recuerda su sueño mundialista, cumplido a pleno. En 1.978 el año en el que el equipo de César Luis Menotti terminó levantando la Copa del Mundo en Buenos Aires, Cirilo se hizo fama de “producto nacional” ya que llegó al Monumental de Núñez y hasta robó cámara en aquellas primeras transmisiones de la tevé color en la pantalla de ATC.

Ya no quedan hombres así, llenos de historias, de anécdotas, de buenos ejemplos para imitar. Desde su humildad, Cirilo le hizo honor a la definición de su propio nombre: “Aquel que es un Señor”. Aunque recibió plaquetas y múltiples reconocimientos, quizás con alguna ingratitud, la ciudad no le devolvió ni un poquito de todo lo que él, sin saberlo, simbolizó. Siempre con el yugo como regla, nunca se quedó en la fácil o en casa sin buscar el mango. Mucho menos cuando enviudó y terminó siendo el principal sostén de sus hijos. Ahí Cirilo se convirtió en un “león” imparable en la misión de parar la olla sin que se le caiga ningún anillo. El tiempo lo fue doblando pero el querible Cirilo nunca dejó de andar. Ya mayor, peleó como cuando era un hombre fuerte, capaz de caminar de punta a punta la ciudad. Y atendió a los clientes hasta el último café, hasta el último.

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19 ABR 2014 - 22:39

El “café, café” no era casual. Tenía una rutina preestablecida, casi religiosa. Y no podía violarse ningún código: hasta que no se divisaba la figura de Cirilo Fernando nadie osaba cambiar el menú de la mediamañana. Ni hablar del pecado de la traición, cruzando a la barra de los “cafetines” del centro donde había comodidad pero faltaba barrio. Su saco marrón y su gorrito al tono, lo caracterizaron como un legionario infaltable que cumplía irremediablemente su misión. No importaba si lloviera o si el frío –y molesto- viento patagónico, le frenara el envión. El entrañable Cirilo siempre llegaba en el momento justo. El bidón térmico a cuestas, el vaso plástico siempre listo y una frágil memoria para “cobrarle” a veces a sus clientes lo convirtieron en un personaje único, en un símbolo de Comodoro Rivadavia que no debiera perderse en el olvido.

El gran Cirilo, hincha de Boca hasta las amígdalas, campero y bonachón nunca le esquivaba a ninguna charla futbolera o política. O de lo que fuera. Sin importar que se atrasara el recorrido solía convertirse en una especie de “confesionario” y en un vendedor tan hábil como atento. Si habrá gastado suelas en el pedregullo de tanto andar y andar. Vendió litros de café, con la opción del chocolate y hasta de la factura “express” para acompañar y gozó de una vida generosa dándole a su familia lo que necesitaba sin pedirle nada al Estado, sin subsidios, caminando como pocos la Rivadavia o San Martín, las calles a las cuales podía contarle cada baldosa. Había nacido en Río Negro e hizo de todo, antes de especializarse como un catedrático del café, un intelectual del sabor justo. Solía convidar sin egoísmos de su producto inclusive a Narciso, otro “loco lindo” que caminaba las calles con su casco petrolero; sus gritos estentóreos y su cajón de lustrar.

Tan grande solía ser su pasión por el deporte que hasta solía dejar de lado, la cuestión comercial. Aprovechaba su “pase libre” bien ganado como vendedor para mirar las noches de oro del boxeo en el Palacio de los Deportes y años más tarde en el gimnasio Municipal donde debido a la hora, solía cambiar el café por una fresca gaseosa a pedido del soberano. Cuando jugaba el glorioso Huracán del ’70 en los Nacionales en la cancha del barrio Pietrobelli, la venta era lo de menos porque Cirilo gritaba los goles a la par de los plateístas. Más adelante, hizo lo propio en las tribunas del Socios Fundadores cuando en Comodoro Rivadavia recién se empezaba a hablarse de algo que querían llamar Liga de Básquet. Ya con la familia integrada al proyecto, Fernando era uno de los primeros en instalarse en los kioskos del autódromo “General San Martín” cada vez que había una carrera. Y hasta un gran premio lo homenajeó con su nombre alguna vez como mejor muestra de “devolución” a su servicio.

Todavía se recuerda su sueño mundialista, cumplido a pleno. En 1.978 el año en el que el equipo de César Luis Menotti terminó levantando la Copa del Mundo en Buenos Aires, Cirilo se hizo fama de “producto nacional” ya que llegó al Monumental de Núñez y hasta robó cámara en aquellas primeras transmisiones de la tevé color en la pantalla de ATC.

Ya no quedan hombres así, llenos de historias, de anécdotas, de buenos ejemplos para imitar. Desde su humildad, Cirilo le hizo honor a la definición de su propio nombre: “Aquel que es un Señor”. Aunque recibió plaquetas y múltiples reconocimientos, quizás con alguna ingratitud, la ciudad no le devolvió ni un poquito de todo lo que él, sin saberlo, simbolizó. Siempre con el yugo como regla, nunca se quedó en la fácil o en casa sin buscar el mango. Mucho menos cuando enviudó y terminó siendo el principal sostén de sus hijos. Ahí Cirilo se convirtió en un “león” imparable en la misión de parar la olla sin que se le caiga ningún anillo. El tiempo lo fue doblando pero el querible Cirilo nunca dejó de andar. Ya mayor, peleó como cuando era un hombre fuerte, capaz de caminar de punta a punta la ciudad. Y atendió a los clientes hasta el último café, hasta el último.


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