La historia de un ojo morado: el día que Mario Vargas Llosa le aplicó un certero derechazo a Gabo

El fotógrafo Rodrigo Moya, quien fotografió a García Márquez durante muchos años, contó la historia de una foto que le pidió sacarse el escritor.

17 ABR 2014 - 17:38 | Actualizado

Por Rodrigo Moya *

(Publicado en el diario La Jornada de México el 6 marzo de 2007)

Tal vez Gabriel García Márquez sea el más popular de los mortales, porque es asombrosa la cantidad de gente que en una reunión o fiesta cualquiera se refiere al escritor como “elGabo”, como si lo conociera de toda la vida o fueran primos hermanos del premio Nobel. Algunos hasta hablan de él como “elGabito”, pero en más de una ocasión he descubierto a ciencia cierta que dicha familiaridad es ficticia, y que quienes lo tratan con tal confianza quizás lo han leído de cabo a rabo, pero nunca han cruzado una palabra con él.

Mi madre, Alicia Moreno de Moya, sí que podía referirse a Gabriel García Márquez y a Mercedes Barcha, su esposa, como amigos muy cercanos, y referirse a él como miGabitooGabode mi alma, y a Mercedes comoMechelinda, o mijita linda, y en medio de cualquier diálogo soltar un ¡eh Ave María!, o unos más contundentes carajos y varios pendejos, que a veces eran de cariño, y a veces simplemente una especie de sustantivo o calificativo de difusas connotaciones.

Y es que Alicia era una colombiana de Medellín, una antioqueña de pura cepa, una auténtica paisa, como la definía el propio García Márquez. Él y Mercedes la querían como una de los mejores representantes de la colombianidad en México, por allá a principios de los años 60 del siglo pasado, cuando lo conocí en aquella casa de mi madre que era una especie de embajada paralela de Colombia en México, cuando la oficial estaba ocupada por los militares de la dictadura en turno.

En alguna de aquellas fiestas de intelectuales y artistas de destinos aún inciertos, el talGabono me cayó muy bien que digamos. En plena reunión él se tendió en uno de los largos sofás, la cabeza apoyada en el brazo acodado, y desde esa posición como de marajá aburrido sostenía escuetos diálogos, o emitía juicios contundentes o frases entre ingeniosas y sarcásticas. Estaban aún lejosCien años de soledady el premio Nobel, pero el paisano de mi madre se comportaba ya con una seguridad y cierta arrogancia intelectual que no a todos agradaba. Poco después leíLa hojarasca, y luegoRelato de un náufrago, yEl coronel no tiene quien le escriba, y todo lo que escribiría a lo largo de los siguientes casi 50 años, y entendí entonces porqué aquel tipo de bigote y gestos como de fastidio y pocas pero contundentes palabras como de frases célebres, podía recostarse en el sofá en medio de una ruidosa tertulia y decir lo que le viniera en gana.

Por aquellas tertulias en la casa materna fue que tuve cercanía amistosa con García Márquez, con Mercedes y sus hijos adolescentes, Rodrigo y Gonzalo. Yo sí tenía el derecho de llamarloGabo, pero nunca llegué a llamarloGabito, pues de alguna manera lo he visto como un gigante al que no le van los diminutivos. Siendo fotógrafo y amigo, no le pedí alguna vez que posara para mí, y cuantas veces los visité en su casa fue sin la cámara en el hombro. Ahora tal vez me arrepiento.

Por eso, fue natural que el 29 de noviembre de 1966 elGaboapareciera por mi apartamento en los Edificios Condesa para que le tomara algunas fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro que había terminado después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de los editores. Llegó acompañado de nuestro mutuo amigo Guillermo Angulo, quien había sido mi maestro, pero en esos años trabajaba como cónsul de Colombia en Estados Unidos. El saco que había escogidoGabopara aquella sesión era despampanante, y estuve tentado de sugerirle mejor una foto en camisa arremangada o prestarle una de mis chamarras, pero usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que la amaba y así las fotos se hicieron a su manera. La foto era paraCien años de soledad, cuya edición se preparaba en Buenos Aires.

Pero nadie sabía, quizás ni él mismo, lo que ese título significaría en la historia de la literatura.

Casi 10 años después, el 14 de febrero de 1976, Gabriel García Márquez volvió a tocar el timbre de mi casa, ya por distintos rumbos, en la colonia Nápoles, para que le tomara otras fotografías. Esa vez lo notable no era el saco de cuadritos, sino el tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada por el puñetazo que dos días antes le había propinado su colega y hasta ese momento gran amigo Mario Vargas Llosa.

ElGaboquería una constancia de aquella agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro que pregunté azorado qué había pasado, y claro también queGabofue evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que el autor deLa guerra del fin del mundose sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el escritor que 10 años después recibiría el premio Nobel, seguía fiel a las causas de la izquierda.

Su esposa Mercedes Barcha, quien lo acompañaba en aquella ocasión luciendo enormes lentes ahumados, como si fuera ella quien hubiera sufrido el derechazo, fue menos lacónica y comentó con enojo la brutal agresión, y la describió a grandes rasgos: En una exhibición privada de cine, García Márquez se encontró poco antes del inicio del filme con el escritor peruano. Se dirigió a él con los brazos abierto para el abrazo. ¡Mario...! Fue lo único que alcanzó a decir al saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco que lo tiró sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en estado de shock, Mercedes y amigos delGabolo condujeron a su casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier escándalo, y el internamiento hospitalario no habría pasado desapercibido. Mercedes me describió el tratamiento de bisteces sobre el ojo, que le había aplicado toda la noche a su vapuleado esposo para absorber la hemorragia. Es que Mario es un celoso estúpido, repitió Mercedes varias veces cuando la sesión fotográfica había devenido charla o chisme.

Según los comentarios que recuerdo de aquella mañana, mientras ambas parejas vivían en París los García Márquez habían tratado de mediar los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los consejos o comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas Llosa cuando éste volvió al redil y se reconcilió con su esposa. Y lo que sea que se hubiese dicho o sucedido, el caso es que el peruano se sentía gravemente ofendido, y su furia la resolvió de aquella manera expedita y salvaje. Guarda las fotos y mándame unas copias, me dijo elGaboantes de irse. Las guardé 30 años, y ahora que él cumple 80 años, y 40 la primera edición deCien años de soledad, considero correcta la publicación de este comentario sobre el terrífico encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y otro de contundentes derechazos.

(* Rodrigo Moya nació en Colombia en 1935 y se naturalizó mexicano. Es uno de los fotógrafos más importantes en la historia contemporánea. Entre su trabajo destaca la documentación de los movimientos guerrilleros, incluido un libro con material hasta aquel entonces inédito de fotografías del Che Guevara, y su colaboración con Salvador Novo en trabajos de crónica urbana.)

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17 ABR 2014 - 17:38

Por Rodrigo Moya *

(Publicado en el diario La Jornada de México el 6 marzo de 2007)

Tal vez Gabriel García Márquez sea el más popular de los mortales, porque es asombrosa la cantidad de gente que en una reunión o fiesta cualquiera se refiere al escritor como “elGabo”, como si lo conociera de toda la vida o fueran primos hermanos del premio Nobel. Algunos hasta hablan de él como “elGabito”, pero en más de una ocasión he descubierto a ciencia cierta que dicha familiaridad es ficticia, y que quienes lo tratan con tal confianza quizás lo han leído de cabo a rabo, pero nunca han cruzado una palabra con él.

Mi madre, Alicia Moreno de Moya, sí que podía referirse a Gabriel García Márquez y a Mercedes Barcha, su esposa, como amigos muy cercanos, y referirse a él como miGabitooGabode mi alma, y a Mercedes comoMechelinda, o mijita linda, y en medio de cualquier diálogo soltar un ¡eh Ave María!, o unos más contundentes carajos y varios pendejos, que a veces eran de cariño, y a veces simplemente una especie de sustantivo o calificativo de difusas connotaciones.

Y es que Alicia era una colombiana de Medellín, una antioqueña de pura cepa, una auténtica paisa, como la definía el propio García Márquez. Él y Mercedes la querían como una de los mejores representantes de la colombianidad en México, por allá a principios de los años 60 del siglo pasado, cuando lo conocí en aquella casa de mi madre que era una especie de embajada paralela de Colombia en México, cuando la oficial estaba ocupada por los militares de la dictadura en turno.

En alguna de aquellas fiestas de intelectuales y artistas de destinos aún inciertos, el talGabono me cayó muy bien que digamos. En plena reunión él se tendió en uno de los largos sofás, la cabeza apoyada en el brazo acodado, y desde esa posición como de marajá aburrido sostenía escuetos diálogos, o emitía juicios contundentes o frases entre ingeniosas y sarcásticas. Estaban aún lejosCien años de soledady el premio Nobel, pero el paisano de mi madre se comportaba ya con una seguridad y cierta arrogancia intelectual que no a todos agradaba. Poco después leíLa hojarasca, y luegoRelato de un náufrago, yEl coronel no tiene quien le escriba, y todo lo que escribiría a lo largo de los siguientes casi 50 años, y entendí entonces porqué aquel tipo de bigote y gestos como de fastidio y pocas pero contundentes palabras como de frases célebres, podía recostarse en el sofá en medio de una ruidosa tertulia y decir lo que le viniera en gana.

Por aquellas tertulias en la casa materna fue que tuve cercanía amistosa con García Márquez, con Mercedes y sus hijos adolescentes, Rodrigo y Gonzalo. Yo sí tenía el derecho de llamarloGabo, pero nunca llegué a llamarloGabito, pues de alguna manera lo he visto como un gigante al que no le van los diminutivos. Siendo fotógrafo y amigo, no le pedí alguna vez que posara para mí, y cuantas veces los visité en su casa fue sin la cámara en el hombro. Ahora tal vez me arrepiento.

Por eso, fue natural que el 29 de noviembre de 1966 elGaboapareciera por mi apartamento en los Edificios Condesa para que le tomara algunas fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro que había terminado después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de los editores. Llegó acompañado de nuestro mutuo amigo Guillermo Angulo, quien había sido mi maestro, pero en esos años trabajaba como cónsul de Colombia en Estados Unidos. El saco que había escogidoGabopara aquella sesión era despampanante, y estuve tentado de sugerirle mejor una foto en camisa arremangada o prestarle una de mis chamarras, pero usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que la amaba y así las fotos se hicieron a su manera. La foto era paraCien años de soledad, cuya edición se preparaba en Buenos Aires.

Pero nadie sabía, quizás ni él mismo, lo que ese título significaría en la historia de la literatura.

Casi 10 años después, el 14 de febrero de 1976, Gabriel García Márquez volvió a tocar el timbre de mi casa, ya por distintos rumbos, en la colonia Nápoles, para que le tomara otras fotografías. Esa vez lo notable no era el saco de cuadritos, sino el tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causada por el puñetazo que dos días antes le había propinado su colega y hasta ese momento gran amigo Mario Vargas Llosa.

ElGaboquería una constancia de aquella agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro que pregunté azorado qué había pasado, y claro también queGabofue evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que el autor deLa guerra del fin del mundose sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el escritor que 10 años después recibiría el premio Nobel, seguía fiel a las causas de la izquierda.

Su esposa Mercedes Barcha, quien lo acompañaba en aquella ocasión luciendo enormes lentes ahumados, como si fuera ella quien hubiera sufrido el derechazo, fue menos lacónica y comentó con enojo la brutal agresión, y la describió a grandes rasgos: En una exhibición privada de cine, García Márquez se encontró poco antes del inicio del filme con el escritor peruano. Se dirigió a él con los brazos abierto para el abrazo. ¡Mario...! Fue lo único que alcanzó a decir al saludarlo, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco que lo tiró sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en estado de shock, Mercedes y amigos delGabolo condujeron a su casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier escándalo, y el internamiento hospitalario no habría pasado desapercibido. Mercedes me describió el tratamiento de bisteces sobre el ojo, que le había aplicado toda la noche a su vapuleado esposo para absorber la hemorragia. Es que Mario es un celoso estúpido, repitió Mercedes varias veces cuando la sesión fotográfica había devenido charla o chisme.

Según los comentarios que recuerdo de aquella mañana, mientras ambas parejas vivían en París los García Márquez habían tratado de mediar los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los consejos o comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas Llosa cuando éste volvió al redil y se reconcilió con su esposa. Y lo que sea que se hubiese dicho o sucedido, el caso es que el peruano se sentía gravemente ofendido, y su furia la resolvió de aquella manera expedita y salvaje. Guarda las fotos y mándame unas copias, me dijo elGaboantes de irse. Las guardé 30 años, y ahora que él cumple 80 años, y 40 la primera edición deCien años de soledad, considero correcta la publicación de este comentario sobre el terrífico encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y otro de contundentes derechazos.

(* Rodrigo Moya nació en Colombia en 1935 y se naturalizó mexicano. Es uno de los fotógrafos más importantes en la historia contemporánea. Entre su trabajo destaca la documentación de los movimientos guerrilleros, incluido un libro con material hasta aquel entonces inédito de fotografías del Che Guevara, y su colaboración con Salvador Novo en trabajos de crónica urbana.)


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