Por Sergio Pravaz
En una ocasión, cuando aún luchaba con las palabras para darle forma a este artículo, puse un poco de música a fin de aflojar las tensiones generadas por la ausencia de un texto definitivo; recorrí con la mirada el espacio físico en el que trabajo: una vieja grieta que atraviesa la pared de mi escritorio, la biblioteca que de a poco voy civilizando poniendo en orden los libros y los papeles amontonados, la ventana y el membrillo estallado de brotes, la puerta siempre abierta, los sueños que se disparan y ya no es posible controlarlos, la pipa que prendo y apago como si ahí hubiera una palabra para destrabar el conflicto; en fin, daba vueltas como generalmente sucede en este hábito de artículo mortis como afirma Joaquín Sabina, es decir el vértigo de llegar siempre al final con las cosas medio revueltas, casi a la hora del cierre, tan típico en la prensa gráfica y tan estimulante.
La música seguía sonando; el viejo Aiwa no dejaba de largar la hermosa voz y el talento de Emilio Del Guercio y la increíble música de “Pintada”, un disco suyo del año 83, una joya. Todo iba más o menos así hasta que las palabras decidieron aparecer; fueron estas: “Dos de la tarde, siesta en el barrio y siesta en mi corazón. Que miedo me da soñar con lo que no entiendo. En el silencio llega tu nombre, salado de tanto amor. Y cantando te vas después que me duermo. Una mujer encendida y feliz, entibiándome la leche y el dolor. Sólo una mamá, pañuelo y batón, trayendo media luna para darme. Aquella mujer que envejeció junto al olor de la cocina, adivina en mi la melodía de su propia vida. Y hoy que estoy aquí, donde el futuro se mezcló con el pasado, canto para vos la melodía de lo que me has dado...”.
¿No es una belleza? Deberían escuchar esta canción de Del Guercio y Sandra Russo. No dejen de hacerlo; lleva por título “Para darme” y es una maravilla inspirada para homenajear a su madre, que es como decir todas las madres, esos seres que caminan nuestros pasos desmalezando para nosotros y en cuyo pecho el viento se detiene e inclina la cabeza.
La madre de cada uno de nosotros, la madre tierra, las madres de Plaza de Mayo, las madres del dolor, las de Rawson, las de todos lados y todas las culturas; la de los amigos y hasta la de los enemigos; aquí, allá y en todas partes; todas aquellas mujeres que han sido capaces de atravesar esa circunstancia única e irrepetible de gestar, parir, dar a luz, traer al mundo, luego de un proceso tan alucinante como conmovedor.
Esto no es una cuestión de subjetividad o el resultado de una escritura llena de fricciones; no tiene que ver con la imposibilidad sintáctica o semántica, no estoy tensando el idioma para hacerle decir algo bonito para la página. Esto es así, siempre lo fue y lo seguirá siendo.
Ellas le ponen el cuerpo a la vida (como el poema se lo pone a las palabras). Son capaces de entregar lo que no tienen y de hablar una lengua que todavía no existe; los estados de gracia son para ellas; poseen un destino aún antes de ser conscientes de ello y saben convocar la memoria de lo que aún no sucedió; el acontecimiento de la vida les pertenece, tanto como el porvenir.
En el lugar en el que nos encontremos oiremos su melodía porque su voz es un portón abierto que echa luz sobre nuestras desdichas. Ellas son ese malvón sereno que habita siempre en nuestras gargantas.
Yo a veces pienso en nuestra propia imposibilidad y en nuestro rol marginal y secundario a la hora de la verdad, cuando el motor de la vida comienza a proveer modificándolo todo de manera absoluta: huesos, mente, órganos, tendones, suspiros, miradas, sensaciones, saberes. Y no hay caso; no hay como empardar.
Rimbaud decía: “Escribir me transforma en otro. Para vérselas con lo real hay que ser otro”. Todas las madres saben bien de lo que hablaba el poeta, porque atravesaron las puertas de esa percepción para ver el verdadero color de las cosas; un instante único en el que sólo ellas enfrentan a todas las fuerzas de la naturaleza.
¿Alguien puede dudarlo?
Por Sergio Pravaz
En una ocasión, cuando aún luchaba con las palabras para darle forma a este artículo, puse un poco de música a fin de aflojar las tensiones generadas por la ausencia de un texto definitivo; recorrí con la mirada el espacio físico en el que trabajo: una vieja grieta que atraviesa la pared de mi escritorio, la biblioteca que de a poco voy civilizando poniendo en orden los libros y los papeles amontonados, la ventana y el membrillo estallado de brotes, la puerta siempre abierta, los sueños que se disparan y ya no es posible controlarlos, la pipa que prendo y apago como si ahí hubiera una palabra para destrabar el conflicto; en fin, daba vueltas como generalmente sucede en este hábito de artículo mortis como afirma Joaquín Sabina, es decir el vértigo de llegar siempre al final con las cosas medio revueltas, casi a la hora del cierre, tan típico en la prensa gráfica y tan estimulante.
La música seguía sonando; el viejo Aiwa no dejaba de largar la hermosa voz y el talento de Emilio Del Guercio y la increíble música de “Pintada”, un disco suyo del año 83, una joya. Todo iba más o menos así hasta que las palabras decidieron aparecer; fueron estas: “Dos de la tarde, siesta en el barrio y siesta en mi corazón. Que miedo me da soñar con lo que no entiendo. En el silencio llega tu nombre, salado de tanto amor. Y cantando te vas después que me duermo. Una mujer encendida y feliz, entibiándome la leche y el dolor. Sólo una mamá, pañuelo y batón, trayendo media luna para darme. Aquella mujer que envejeció junto al olor de la cocina, adivina en mi la melodía de su propia vida. Y hoy que estoy aquí, donde el futuro se mezcló con el pasado, canto para vos la melodía de lo que me has dado...”.
¿No es una belleza? Deberían escuchar esta canción de Del Guercio y Sandra Russo. No dejen de hacerlo; lleva por título “Para darme” y es una maravilla inspirada para homenajear a su madre, que es como decir todas las madres, esos seres que caminan nuestros pasos desmalezando para nosotros y en cuyo pecho el viento se detiene e inclina la cabeza.
La madre de cada uno de nosotros, la madre tierra, las madres de Plaza de Mayo, las madres del dolor, las de Rawson, las de todos lados y todas las culturas; la de los amigos y hasta la de los enemigos; aquí, allá y en todas partes; todas aquellas mujeres que han sido capaces de atravesar esa circunstancia única e irrepetible de gestar, parir, dar a luz, traer al mundo, luego de un proceso tan alucinante como conmovedor.
Esto no es una cuestión de subjetividad o el resultado de una escritura llena de fricciones; no tiene que ver con la imposibilidad sintáctica o semántica, no estoy tensando el idioma para hacerle decir algo bonito para la página. Esto es así, siempre lo fue y lo seguirá siendo.
Ellas le ponen el cuerpo a la vida (como el poema se lo pone a las palabras). Son capaces de entregar lo que no tienen y de hablar una lengua que todavía no existe; los estados de gracia son para ellas; poseen un destino aún antes de ser conscientes de ello y saben convocar la memoria de lo que aún no sucedió; el acontecimiento de la vida les pertenece, tanto como el porvenir.
En el lugar en el que nos encontremos oiremos su melodía porque su voz es un portón abierto que echa luz sobre nuestras desdichas. Ellas son ese malvón sereno que habita siempre en nuestras gargantas.
Yo a veces pienso en nuestra propia imposibilidad y en nuestro rol marginal y secundario a la hora de la verdad, cuando el motor de la vida comienza a proveer modificándolo todo de manera absoluta: huesos, mente, órganos, tendones, suspiros, miradas, sensaciones, saberes. Y no hay caso; no hay como empardar.
Rimbaud decía: “Escribir me transforma en otro. Para vérselas con lo real hay que ser otro”. Todas las madres saben bien de lo que hablaba el poeta, porque atravesaron las puertas de esa percepción para ver el verdadero color de las cosas; un instante único en el que sólo ellas enfrentan a todas las fuerzas de la naturaleza.
¿Alguien puede dudarlo?