Por Sergio Pravaz/ Especial para Jornada
Dicen que un puente es una apuesta, un riesgo, ya que la posibilidad de caer está latente; aún así también hay que considerar la presencia de esa oportunidad que siempre está, a fin de atravesar un umbral, transitarlo para llegar a algún lugar.
Hacer puentes es una clara posición del hombre que se vincula con su obsesión de construir en el vacío.
El lenguaje es un puente, la vida es un puente; hay puentes que fueron construidos por las miradas previas al beso, son tal vez los más fuertes.
Los puentes de Madison tienen techo; son únicos en el mundo, una rareza digna de grandes fotógrafos; también de historias intensas e irrepetibles para el amor. En igual sentido los hay para construir relaciones; el ingenio popular nos ha hecho crecer escuchando aquello de: tirar puentes, para vincularnos, para recoger, para crecer. La ley que se promulgó a instancias del Poder Ejecutivo en apoyo de las bibliotecas populares, qué es sino un puente lanzado para que el conocimiento lo transite hacia todos nosotros.
Al concluir el paso por uno, corremos la vista atrás y podemos ver un trayecto concreto, nuestra futura experiencia que ya está siendo.
Un poeta construyó uno en Rawson; era el año 1889; lo hizo de madera firme y noble. Diez años después se lo llevó el agua en tremenda inundación pero igualmente quedó en la memoria; esmirriado, tiritando, pero quedó. Después llegó el otro, el de hierro; portentoso al sol y con buenos músculos para los vientos insistidores. Era 1917, año de la revolución de octubre cuando llegó extraviando caminos vaya uno a saber por qué. Igualmente se olvidaron de nombrarlo por 84 años; ¿que habrá hecho el pobre para una penitencia tan larga?
El pueblo de Rawson y los de la zona del Valle juntaron firmas, preguntaron a los que saben, chequearon, miraron de nuevo y volvieron a chequear. Fueron con las autoridades para advertirlas del octogenario olvido, pero hasta que pudieron ponerle nombre a su puente tuvieron que ir muchas veces. Ahora se llama “Puente del Poeta, Griffith Griffiths”.
Algún día, quién sabe, la municipalidad se decidirá a poner los carteles, uno de cada lado y la placa que conmemora a “Gutyn Ebrill”, nombre de mascarada que usaba don Griffiths, el viejo poeta y carpintero galés, ese que supo mirar tan lejos.
Por otro lado, en las películas de guerra, volar un puente no sólo es un acontecimiento determinante, sino que nunca faltan las buenas actuaciones ni la atención minuciosa del director para que haya grandes escenas.
Los hay levadizos, colgantes, pelados, flotantes, con las costillas al aire, aéreos, brumosos, imaginarios. La ingeniería se enciende con ellos; los presenta como su perla más preciada, un reto, el desafío a conseguir.
Otros cumplen funciones casi místicas; están los que sirven para mantener levantadas las cuerdas de ciertos instrumentos musicales; algunos son el horizonte para sujetar el peón de la noria. En ocasiones se los puede ver posando para nosotros, como en el afiche de la película Manhattan de Woody Allen, o en la célebre foto de Chelín Solivella, que lo acomodó al nuestro y lo con
geló para siempre delante de un ocaso inigualable.
Tienen un gran poder de representación; ejercen su influjo como lo hace el brujo de la tribu; en silencio.
También podemos advertir que la historia los recuerda especialmente; dicen que un puente de plata y otro de huesos se podría haber construido desde Potosí hasta el reino de España, con tanto que sacaron, esquilmaron y mataron durante el desmadre de la conquista.
Finalmente, una activa asociación cultural de nuestra ciudad lleva por nombre, justamente El Puente. El mismo surgió de una alucinante puja nocturna entre varios sectores que deliberaban en el ex bar del Cine Teatro José Hernández. Se anotaba todo en un pizarrón; ahí estaban los guarismos de la discusión comicial en torno a la identificación de la naciente asociación. Triunfó la posición que pretendía otro tipo de vinculación con la comunidad, partiendo desde el mismo nombre. Quedaron a mitad de camino otras alternativas, más ociosas, tal vez menos solidarias.
Así son los puentes; ya lo dijo Fernando Pessoa, el maestro portugués de los disfraces: “¡Felices los que sufren con unidad! Aquellos a quienes la angustia altera pero no divide; que creen, aunque sea en la descreencia, y pueden sentarse al sol sin reservas de pensamiento”. Como en la foto de Chelín, ¿no?.#
Por Sergio Pravaz/ Especial para Jornada
Dicen que un puente es una apuesta, un riesgo, ya que la posibilidad de caer está latente; aún así también hay que considerar la presencia de esa oportunidad que siempre está, a fin de atravesar un umbral, transitarlo para llegar a algún lugar.
Hacer puentes es una clara posición del hombre que se vincula con su obsesión de construir en el vacío.
El lenguaje es un puente, la vida es un puente; hay puentes que fueron construidos por las miradas previas al beso, son tal vez los más fuertes.
Los puentes de Madison tienen techo; son únicos en el mundo, una rareza digna de grandes fotógrafos; también de historias intensas e irrepetibles para el amor. En igual sentido los hay para construir relaciones; el ingenio popular nos ha hecho crecer escuchando aquello de: tirar puentes, para vincularnos, para recoger, para crecer. La ley que se promulgó a instancias del Poder Ejecutivo en apoyo de las bibliotecas populares, qué es sino un puente lanzado para que el conocimiento lo transite hacia todos nosotros.
Al concluir el paso por uno, corremos la vista atrás y podemos ver un trayecto concreto, nuestra futura experiencia que ya está siendo.
Un poeta construyó uno en Rawson; era el año 1889; lo hizo de madera firme y noble. Diez años después se lo llevó el agua en tremenda inundación pero igualmente quedó en la memoria; esmirriado, tiritando, pero quedó. Después llegó el otro, el de hierro; portentoso al sol y con buenos músculos para los vientos insistidores. Era 1917, año de la revolución de octubre cuando llegó extraviando caminos vaya uno a saber por qué. Igualmente se olvidaron de nombrarlo por 84 años; ¿que habrá hecho el pobre para una penitencia tan larga?
El pueblo de Rawson y los de la zona del Valle juntaron firmas, preguntaron a los que saben, chequearon, miraron de nuevo y volvieron a chequear. Fueron con las autoridades para advertirlas del octogenario olvido, pero hasta que pudieron ponerle nombre a su puente tuvieron que ir muchas veces. Ahora se llama “Puente del Poeta, Griffith Griffiths”.
Algún día, quién sabe, la municipalidad se decidirá a poner los carteles, uno de cada lado y la placa que conmemora a “Gutyn Ebrill”, nombre de mascarada que usaba don Griffiths, el viejo poeta y carpintero galés, ese que supo mirar tan lejos.
Por otro lado, en las películas de guerra, volar un puente no sólo es un acontecimiento determinante, sino que nunca faltan las buenas actuaciones ni la atención minuciosa del director para que haya grandes escenas.
Los hay levadizos, colgantes, pelados, flotantes, con las costillas al aire, aéreos, brumosos, imaginarios. La ingeniería se enciende con ellos; los presenta como su perla más preciada, un reto, el desafío a conseguir.
Otros cumplen funciones casi místicas; están los que sirven para mantener levantadas las cuerdas de ciertos instrumentos musicales; algunos son el horizonte para sujetar el peón de la noria. En ocasiones se los puede ver posando para nosotros, como en el afiche de la película Manhattan de Woody Allen, o en la célebre foto de Chelín Solivella, que lo acomodó al nuestro y lo con
geló para siempre delante de un ocaso inigualable.
Tienen un gran poder de representación; ejercen su influjo como lo hace el brujo de la tribu; en silencio.
También podemos advertir que la historia los recuerda especialmente; dicen que un puente de plata y otro de huesos se podría haber construido desde Potosí hasta el reino de España, con tanto que sacaron, esquilmaron y mataron durante el desmadre de la conquista.
Finalmente, una activa asociación cultural de nuestra ciudad lleva por nombre, justamente El Puente. El mismo surgió de una alucinante puja nocturna entre varios sectores que deliberaban en el ex bar del Cine Teatro José Hernández. Se anotaba todo en un pizarrón; ahí estaban los guarismos de la discusión comicial en torno a la identificación de la naciente asociación. Triunfó la posición que pretendía otro tipo de vinculación con la comunidad, partiendo desde el mismo nombre. Quedaron a mitad de camino otras alternativas, más ociosas, tal vez menos solidarias.
Así son los puentes; ya lo dijo Fernando Pessoa, el maestro portugués de los disfraces: “¡Felices los que sufren con unidad! Aquellos a quienes la angustia altera pero no divide; que creen, aunque sea en la descreencia, y pueden sentarse al sol sin reservas de pensamiento”. Como en la foto de Chelín, ¿no?.#